22

128 26 10
                                    

Al día siguiente se despertaron muy temprano. Tanto, que era de noche y por el este podía verse, apenas un leve resplandor en el horizonte.

El rubio se levantó y apagó las pocas brasas que quedaban encendidas, mientras Armando revisaba algo en su morral. Luego partieron hacia resplandor dorado. Si caminaban lo suficientemente rápido llegarían, al final del día, al golfo San Matías.

Y era probable, porque el andar de don Armando era implacable.

―A veces no puedo creer que una persona de su edad tenga un andar tan rápido y consistente ―dijo Jan, unos pasos detrás―... ¡hasta parece que va volando! ―rió el muchacho. De veras parecía eso.

Jan siempre había pensado en ello cuando lo seguía en la lejanía, pero esta vez había podido decírselo directamente a él. Por lo general lo seguía desde una distancia más que prudencial, con un monocular que llevaba, como le habían enseñado a acechar en el ejército. Pero por las noches se acercaba de manera sigilosa lo más que podía para, de ese modo, poder seguirle los pasos al día siguiente.

―En el campo uno se acostumbra a este andar ―le contestó Armando.

―No se detiene a descansar ni un minuto... ¡Me ha tenido a las corridas durante días!

―Pa' mantener el envión, joven...

Mantuvo un silencio y continuó:

―Y güeno, ya qui'estamos, podría ir encontándome, ya sabe, lo que venía dicendo anoche... Se quedó en la parte de la guardia en la torre vigía de Bustillo ―aunque con sueño, la noche anterior lo había escuchado con mucha atención al muchacho.

―Sí. De aquel tiempo recuerdo las charlas que manteníamos con los otros guardias y algunas otras anécdotas, pero que no vienen al caso. Teníamos que vigilar e informar de cualquier movimiento en una mansión que estaba a unos cuarenta kilómetros y controlar las aguas del lago que estaban en frente. Allí, las aguas se abrían en dos, porque delante había una isla y eran las dos únicas vías de acceso a través del agua a la mansión que custodiábamos. Desde aquella distancia desconocíamos a quién o quienes vigilábamos, y teníamos prohibido especular sobre el tema entre nosotros. De lo único que estaba seguro en ese entonces, porque lo percibía, es que habíamos cambiado de mando sutilmente. Ya no pertenecíamos de modo exclusivo al Ejército Argentino.

Jan dejó de hablar para recuperar el aliento y continuó:

―Y bien, luego las cosas comenzaron a ponerse más raras. Me informaron que dejaría el puesto de vigilancia e iría a otro sitio. Aquello era un nuevo ascenso. Como antes, me pidieron que no se lo contara a nadie, que era un secreto de estado y que hacerlo acarrearía consecuencias... ―dio un respiro profundo― ¿Sabe? la torre Bustillo siempre me pareció una especie de sala de pruebas, o de cuarentena, antes de entrar al salón más grande. Aquello era como una mamushka de secretos, señor. Era un plan que venía ejecutándose desde hacía años en Bariloche, al menos desde el cuarenta y tres. Son muchas cosas, ojalá pudiera contarle, yo...

―Cuando estuve con don Efor y doña Vitoria ―interrumpió don Armando―, el inglés ya me anduvo contando dalgo, al igual que usté, de que Bariloche es un ecelente lugar pa' los nazi, porque se hablaba mucho alemán y por las montañas y toidas esas cosas.

―Y no sólo eso, señor. Quizá usted no esté al tanto de esto, pero nuestro país ha mantenido una estrecha colaboración con la Alemania nacionalsocialista. En mil novecientos treinta y ocho, en el teatro Luna Park, se reunieron más de veinte mil simpatizantes nazis, de los setenta mil afiliados argentinos al partido, a festejar la anexión de Austria al Tercer Reich. ¡Imagínese eso!, ¡en pleno Buenos Aires, gritando y saludando al son de «Heil Hitler» por la gloriosa anexión germánica! De hecho, aquella fue la demostración más grande fuera de Alemania en apoyo a Hitler y el nacionalsocialismo de la que se tenga constancia, señor.

Cosa'e Mandinga: Las aventuras del gaucho miedosoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora