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Despertó nuestro gaucho, después de un rato, sentado en una silla, atado de pies y manos. Cualquiera se imaginaría que en el interior de un galpón sucio y abandonado, pero nada más alejado de eso. Por dos mirillas con forma oblicua, que se abrían justo delante de sus ojos, podía ver qué había a su alrededor.

Se encontraba en una sala ordenada, vistosa, con un pesado escritorio a unos cuarenta centímetros de sus pies. Detrás del escritorio había una silla, también de aspecto pesado, y detrás de ella una puerta ventana que, de seguro ―visto el estilo francés que tenía― tendría uno de esos balconcitos decorativos, que daría a alguna callecita adoquinada, de esas que hay en Buenos Aires.

Una voz a su espalda le dijo:

―Beh... Ya sé lo que está pensando, don Armando, ¡quién se iba a imaginar que esto, tan asquerosamente afrancesado, sería el primer cuartel general del nuevo Führer alemán en Argentina! Yo también; cuando lo vi por primera vez casi mando a matar al que lo había elegido. ¿Cómo se le ocurrió elegir esto? ¡Odio el estilo francés! ¡Odió a los franceses! ―dijo, gritando―, ¡Odio la horrible rendición incondicional que nos hicieron firmar en ese vagón de tren en noviembre de mil novecientos dieciocho!

La voz se acalló por un segundo y luego retomó con más calma:

―En este pequeño período de tiempo, he estado informándome, de nuevo, y créame, aún me sigue hirviendo la sangre cuando recuerdo esas injusticias. ¡Y aquí me ve ahora, en la Francia Sudamericana! ¡Vaya suerte la mía! ―dijo la voz, sobresaltándose de nuevo.

Pero pese al parloteo de su interlocutor, don Armando no estaba pensando para nada en el peligro que corría, sino en la máscara que llevaba puesta: Perceptible ―la sentía en el rostro―, de materia y, a juzgar por unos débiles destellos rosáceos, con plumas estrambóticas asalmonadas a los costados.

Todo un símbolo.

Una señal de que su máscara, la misma que había alimentado durante años, había dado un salto al mundo material para transformarse en una decorativa, extraíble ―y a su suerte, fácil de romper― máscara de porcelana. Estaría, entonces, en las fases finales del proceso de romper con su falso héroe y su máscara falaz.

Escuchó Armando el chirriar de un vaso con hielo y luego el inconfundible y repugnante olor de un Whisky sobrecargado.

―Luego ―continuó la voz, más calmada―, se excusaron diciendo que aquí todo es francés y que estaban preparando otro edificio, más alemán. Ya sabe, como el estilo de los Alpes Bávaros. Como el Berghof. Y me calmé sobremanera. Estará listo en unas semanas. De cualquier manera, mi intención es comandar la Gran Nación no desde esta ciudad afrancesada sino desde Bariloche, lugar más ario, qué duda cabe. Esa será la Capital del nuevo país. Verá qué bello será, no se lo imagina.

El Führer, se puso detrás del escritorio, delante de Armando.

Por primera vez nuestro gaucho lo veía en persona, de frente. Como en la foto que había visto mientras se afeitaba, en el baño del hotel, pero a todo color y con más detalle. Notó que el cutis de este estaba, comparado con el suyo, en un excelente estado de conservación. El parecido era sorprendente. Una mezcla entre Hitler ―sobre todo por su corte de pelo―, una tercera persona, la cual no lograba identificar, y él mismo.

Por algún motivo recordó lo que Gilberto le había dicho, que Hitler ya no podía volver en la misma forma, pues sería cuestión de tiempo para que intentaran neutralizarlo de nuevo. Pero, al parecer, sí podían darse variaciones, como la que estaba presenciando en ese momento nuestro gaucho.

«¿Dónde estará Jan?», pensó luego, de manera espontánea y sin causa aparente.

Con todo lo que estaba pasando aún se encontraba muy confundido. En teoría, él y Jan debían estar sentados en un tren, volviendo hacia sus pagos. Pero algo había salido mal, porque estaba sentado en una casa francesa con un nazi delirante frente a él.

Cosa'e Mandinga: Las aventuras del gaucho miedosoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora