Más o menos a las once de la mañana escuchó que le preguntaba el inglés, del otro lado de la habitación de huéspedes:
―¿Don Armando, está usted bien?
Abrió grande los ojos y miró la hora en el reloj.
―Disculpe, Gilberto, ya estoy yendo.
Al cabo de un rato se hizo presente en la galería. La estancia estaba solitaria. Notó como la luz del sol la inundaba y sobre la mesa encontró un desayuno poluto. Había migas de pan y frascos abiertos con cucharas apoyadas encima, embadurnadas en dulce. Armando se sentó, preparó un pan con bastante dulce y se sirvió un café con leche más bien tibio. Pese a ello, desayunó tranquilo, viendo el hermoso paisaje a través del ventanal. Podían verse desde allí unas gigantescas montañas de piedra gris.
En medio de su contemplación apareció Gilberto por la puerta principal con un dejo de preocupación en la cara.
―Buen día, don Armando. Le dejé el desayuno puesto. Permítame que le caliente el café con leche ―dijo enseguida el inglés.
―No se moleste, me tomo esta y me voy.
Gilberto apoyó el gorro sobre la mesa y se sentó apesadumbrado del otro lado de la mesa. Estaba notablemente agitado y cansado, como naturalmente sucede cuando se hacen largas caminatas en pleno sol.
―Fui a ver a mi doble. Me he quedado profundamente consternado. Usted tenía razón, tiene la misma estatura y contextura que yo. ¡Es una locura! ―se quedó callado por un momento, como pensando lo que diría a continuación―. Usted, por otro lado, le desfiguró la cabeza, no sé si hacía falta tanto...
―¡Sí que hacía falta! Son más bien duros los guachos. No me dejó dotra alternativa. Hay que revolverle la cabeza.
―Creo que debería ser sincero con usted, don Armando.
―Cuente ―dijo, untando un pan en el café con leche.
―Le he contado que viví la cruenta guerra de Europa, pero no le he dicho la verdad del porqué estoy aquí... si bien es cierto que he comprado esto para vivir tranquilo ―dijo Gilberto, haciendo un ademán con la mano― he venido en realidad, detrás de un rastro muy fuerte. Muchos criminales de guerra nazi andan por estas tierras apartadas, don Armando, incluso el mismísimo Hitler.
―Mire, don Gilberto, hasta ande yo sé se había matao en el bunker ―dijo Armando, refiriéndose a Hitler.
―Pues, vea que quizá todo haya sido una trampa muy bien planificada... ¡después de todo eran alemanes! No podemos ser tan ingenuos de creer que con su aguda inteligencia no hayan previsto un salvoconducto para su jefe, un plan B, incluso mucho antes del desenlace que todos conocemos... Aún con su pálido poder, muchos respondían de manera directa a sus órdenes, incluso al final de la guerra. Con lo del suicidio hicieron una tapadera perfecta. Cualquiera que alegara que vio a Hitler después de mil novecientos cuarenta y cinco sería de inmediato considerado loco...
Armando se quedó pasmado, no lo podía creer.
Gilberto se quedó pensando un momento y súbitamente tomó una galleta y el dulce. Mientras untaba el dulce en la galleta continuó diciendo:
―Igualmente, quédese tranquilo que no puede volver al poder nunca más... no él en persona, por lo menos. Si lo descubrieran, exigirían de inmediato su cabeza. Pero aquí es muy probable que el gobierno argentino los encubra. Además, mire la vastedad de estas geografías y la relativa indiferencia de la gente que la habita con respecto a las cuestiones europeas. Por ejemplo, usted ―dijo Gilberto sorprendiendo a nuestro gaucho al sentirse aludido mientras miraba por el ventanal―, usted no sabe siquiera cómo era el rostro de Hitler, ¿o sí?
―Tenía bigote...
―¿Y algo más que pueda describir?
―No.
―¡Ahí tiene lo que le digo! No crea que eran unos ingenuos. Bariloche es sin dudas un excelente lugar para que los altos mandos de la Alemania Nazi vivan en paz, lejos de cualquier otro país involucrado en la guerra. Los primeros europeos en asentarse en Bariloche eran en su mayoría alemanes, suizos y austríacos que estaban maravillados por su parecido a los Alpes europeos. Fíjese que hasta el Centro Cívico de esta ciudad tiene un estilo germánico.
Armando lo escuchaba y hacía un gesto con los labios, como de estar impresionado, al mismo tiempo que asentía con la cabeza. Notando aquello, Gilberto continuó:
―Me fui por las ramas... le estaba diciendo que he pasado la mayor parte de mi tiempo aquí recopilando información y escribiendo sobre el ocultismo nazi. Esos podridos son sin duda una clara evidencia de la presencia nazi en estas tierras. En fin, cuando anoche me contó que huía, en la cena, entendí lo que estaba sucediendo.
―¿Qué cree que están haciendo con los pudridos?
―Supongo que nada bueno, quizá instaurar un Cuarto Reich... Todo la información que encuentro es muy poca. De cualquier manera, trataré de desenmascarar todo esto ―se quedó pensando―, creo que es menester que me prepare para ir a Bariloche ―dijo luego.
―Ta bien, pero yo sigo pa'l este ―le contestó Armando, viendo hacia donde iban las insinuaciones.
―Tranquilo, Armando, no le voy a pedir que venga conmigo, haga usted lo que tenga que hacer.
―Me gustaría despedirme de doña Vitoria, ¿ande está ella?
―Fue a cosechar verduras a la quinta, al otro lado de la montaña, ¡si usted viera ese lugar! No pensó que se iría tan rápido y creyó que podría verle en cuanto volviera, ¿por qué no la espera? ―dijo Gilberto.
―Nu ―dijo don Armando bajito―. Vea que des demasiao tarde y tengo que aprovechar la luz pa' caminar. Déjele igual mis saludos. ―dijo Armando mientras tomaba sus cosas, listo para marcharse.
―Por cierto, lleve esto ―le acercó un dulce de leche y un queso―, son caseros... estoy seguro que le van a venir bien para su viaje.
Armando aceptó el donativo, se lo agradeció y salió enseguida de la casa. Se ofuscó con una calurosa brisa de verano. Con razón había venido Gilberto tan acalorado de afuera. Llamó con un silbido a su gato, que salió de entre los techos de la casa y juntos partieron rumbo al este, caminando esta vez sin miedos de encontrarse con la luz mala, pues nunca aparece de día.
Pero en lo que respecta al calor salió a la peor hora. El sol se reflejaba en la piedritas del suelo haciendo que parezcan espejitos distribuidos por el campo. Pese al calor y el sol, la atmósfera estaba extraña, como cargada de cierta tranquilidad inquietante, contradictoria, tan típica de los campos esteparios durante el verano.
―¡Qué tenga un buen viaje, don Armando! ―dijo Gilberto desde el umbral de la puerta.
Sin voltearse siquiera, el gaucho levantó una mano en señal de haberle oído.
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Cosa'e Mandinga: Las aventuras del gaucho miedoso
HorreurAños cincuenta. Plena estepa patagónica. Allí vive, en su rancho, don Armando Borondo. Un gaucho de la vieja guardia. Un hombre de campo, rudo, alto, con bigote autoritario y que, según se dice, posee el don de la valentía. Para conservar su tan ost...