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Recordaba ―casi sentía― el ruido de unas brasas crujiendo. Un sonido dulce y reconfortante. Lo demás era silencio. Estaba sentado en una silla y podía ver desde allí el ras de la mesa, que se iluminaba con la agonizante luz del día que entraba por una diminuta ventana. La habitación estaba a oscuras. Sobre la mesa había una taza humeante. A juzgar por las impresiones olfativas era una deliciosa leche con azúcar, y había junto a ella, un platito con un pan casero, cortado hasta la mitad en rodajas. Más allá sólo había unas migas que tenían unas sombras largas y difusas. La taza y el pan también las tenían, pero en menor intensidad: su lado de la mesa estaba más oscura que el lado de las migas.

Dentro estaba cálido. En la espaldita sentía un suave calor seco, agradable. Pero a juzgar por lo que veía del otro lado de la ventana, estaba frío y lúgubre, como si estuviera a punto de nevar. Recordó un sonido suave y rítmico, como un soplo que iba y venía. Era el viento. Producía que las hojas del álamo, que podía ver parcialmente desde aquella pequeña ventana de la cocina, se movieran como si fueran manos aplaudiendo en lenguaje sordomudo.

Un ruido latoso, repentino, y que parecía no acabar jamás, lo sacó de su profundo ensimismamiento. Del umbral de la puerta que daba a la galería vio entrar la silueta de una mujer joven con las manos llenas de troncos secos. Era la misma mujer que le leía cuentos por la noche. Aunque no pudo verla, se imaginó lo difícil que hubo de ser cerrar la puerta con semejante carga. La mujer pasó junto a él y se puso detrás. Se agachó y se oía acomodar los palos en un pequeño canasto. Algunos de ellos fueron a parar al interior de la cocina a leña.

Las anteriores noches no habían sido del todo pacíficas... algo había fuera que los estaba acosando. Lo sabía porque se despertaban exaltados, sintiendo ruidos, y el hombre que vivía con él se levantaba, tomaba su caño protector y se asomaba por la ventana, deslizando ligeramente la cortina para ver hacia afuera. El hombre hizo lo mismo en cada una de las ventanas de la casa, como si estuviera tratando de encontrar el origen de los ruidos. Mientras tanto, él veía desde su cama a la mujer, tapándose con las sábanas y con un gesto de estar prestando atención, escuchando todo en cuanto pudiera.

En cuanto se hacía de día, el hombre revisaba con meticulosa pericia los alrededores de la casa. Cuando volvía, le indicaba a la mujer que no habían robado nada, que todo estaba dónde él lo había dejado el día anterior.

―Hijito, tomá la leche, antes que se enfríe. ―le dijo una dulce voz desde atrás.

La voz, aunque amorosa, se sentía preocupada.

―Tu papá no viene... Tendría que haber llegado al medio día.

Solía ir casi todos los días a ese sitio. Algo de un molino. A cerrarlo, a abrirlo. Se repetía muy menudo.

Luego la mujer continuó hablando, pero esta vez susurrando. Ya no le hablaba a él...

―No puedo llevar al nene.

El pequeño Armando lo oyó.

Era un recuerdo que se remontaba a salvajes épocas de la Patagonia. Había bandoleros por doquier que escapaban de la ley. Los había de todas las nacionalidades. Les había pasado una vez, cuando Armando aún no había nacido, que uno llegó hasta su casa. Para su fortuna, el hombre, que montaba a caballo, venía en son de paz y se limitó a pedir algo de harina, carne, vino y un lugar para pasar la noche.

Cuando venían así, en son de paz, era mejor seguirle la corriente, aunque manteniendo una postura dominante. Durante la noche casi no pudieron dormir. Habían metido la escopeta ―el caño protector― en la cama , entre ambos, con el caño apuntando hacia el pie. Al día siguiente despertaron y el bandolero, que había dormido en un galpón entre las pajas, no estaba más. Les había tocado uno bueno, pero nunca se sabía con gente así.

Cosa'e Mandinga: Las aventuras del gaucho miedosoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora