Los primeros mil metros los hizo sin parar. Sin mirar atrás, hasta medio encorvado, para que no le viera nadie. Bordeó una laguna y mientras lo hacía, recordó la anécdota de los piojos de pato. Luego giró sobre su propio centro y pudo ver allá, muy lejos, su ranchito, que parecía una miniatura desde la distancia, como uno de sus barquitos en botellas. Esto le hizo pensar que sin la vivencia de los piojos de pato, hubiera conocido el mar y, por ende, algún que otro barco verdadero. De repente tuvo nuestro gaucho una revelación, al parecer insustancial en principio: en el mar no hay patos.
«¡Qué pavote! ¡No haberme dao cuenta antes!», exclamó solitario.
Desde gazapo, cuando se le ponía algo en la cabeza, no había nadie ni nada que pudiera hacerlo cambiar de opinión. Era más porfiado que una mula. Pero ahora había cambiado de opinión; deseaba conocer el mar. Consideró que era el momento oportuno para ello, entonces viró la dirección hacia el este.
Caminó y caminó.
Y sintió la extraña sensación que algo lo perseguía. Se volteó. No había nada. Nada de nada. Pero se quedó viendo un poco más. El sol le molestaba la vista, así que usó su mano como visera para protegerse. No vio nada. Sólo el silencio, la soledad y la bastedad del campo. Sin pensarlo demasiado siguió caminando a toda marcha en dirección este.
Anduvo tanto nuestro gaucho, que se le hizo de noche.
Tomó dos baterías del morral y se las puso a la linterna para continuar su andar en la oscuridad. No le hacía ninguna gracia, pero debía alejarse lo más que pudiera, aunque estuviera oscuro. Casi aprovechó el parate para sacarse la arpillera que envolvía sus alpargatas pero se dio cuenta que si quería avanzar en la noche sería mejor llevarlas para no lastimarse con las espinas de las tunas.
En la oscuridad se llevó más de un susto. Algunos bichos, como las liebres o los piches, parecían esperar a que Armando estuviera encima para salir disparados a toda velocidad, dándole un susto de muerte cada vez. Los pájaros hacían lo suyo, también. Los búhos y las lechuzas le tomaron el pelo y le ulularon durante todo el camino. Pero Armando seguía sin descanso. Estaba como hipnotizado. A su suerte recurrió su linterna con suficientes pilas para usar en los trayectos nocturnos, además de la luna, que estaba en su plenilunio.
Siquiera él sabía bien a dónde iba.
La noche le no favorecía. No alcanzaba la luna para divisar algún punto de referencia del cual valerse para la orientación. Lo único que sabía a ciencia cierta es que había cruzado una gran cantidad de alambrados, pero los propietarios de esos campos que pisaba le eran un completo misterio. Había perdido la cuenta. Quizá, se encontraba en el campo de don Seleme, el vecino de un vecino de un vecino, pero no tenía ninguna certeza. De todos modos no le importaba demasiado, pues, lo único que procuraba Armando era tratar de ir en línea recta todo lo más que pudiera, ¡faltaba no más que terminara caminando en círculos, volviendo así de nuevo a su puesto!
Como era de esperar, llegó un momento durante aquella noche de luna que se sintió demasiado cansado. Decidió detenerse y descansar. Incluso quería dormir, pues desde que pasó todo lo que pasó no lograba conciliar un buen sueño.
A la intemperie estaba muy frío y había comenzado a correr una briza fresca. Si quería dormir, necesitaría un refugio, no podía hacerlo allí mismo. Buscó con la vista en el plateado paisaje y encontró, más o menos cerca, una montaña que tenía una formación de piedra con varias cuevitas. Una de ellas era angosta y parecía profunda, perfecta para echarse a dormir. Caminó hasta ella.
Se acercó hasta la entrada y alumbró con la linterna para asegurarse que estuviera vacía. Lo estaba. Se sentó dentro y valiéndose de la ya pobre luz que emitía la linterna, sacó de la mochila una vela y la caja de fósforos. Con cuidado, fijó la vela en una de las paredes de la cueva. Se quitó el envoltorio de las alpargatas y se comió uno de los bollos de pan. Eran más o menos las dos de la madrugada. De a poco el sueño se apoderó por completo de él hasta que sucumbió a su poder. Se quedó dormido con un pedazo de pan en la boca y la vela prendida. Sí lo veían ahí tirado, hubieran confundido a don Armando, un señor vivo, con uno muerto.
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Cosa'e Mandinga: Las aventuras del gaucho miedoso
TerrorAños cincuenta. Plena estepa patagónica. Allí vive, en su rancho, don Armando Borondo. Un gaucho de la vieja guardia. Un hombre de campo, rudo, alto, con bigote autoritario y que, según se dice, posee el don de la valentía. Para conservar su tan ost...