Capítulo VII

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En Buenos Aires la temperatura ascendía a unos treinta y tres grados y la humedad rizaba hasta los pelos del brazo... ¡Y eran las nueve de la noche! Apenas se estaba poniendo el sol.

En soledad ―Jan se había ido hacía una hora―, don Armando observaba desde la habitación los largos surcos de sombra que proyectaban los edificios de una ciudad teñida de anaranjado. Esto le había traído a la mente, con nostalgia, las sombras que igualmente proyectaban las jarillas, frente a su rancho, cuando el sol se ponía. Después de todo, esté donde esté, siempre estaba en el mismo mundo, que quería salvar.

Don Armando dio un suspiro, se puso el sombrero y ajustó los botones del saco. Con la excusa de que las cosas podían salir «no del todo lo previsto», había convencido a Jan de que le permitiera llevar el facón, pero el joven le impuso la condición de que lo llevara bien escondido. Así, pues, se puso el facón en la cintura, en el lado interno del pantalón de manera que no fuera visible. Se cercioró en el espejo de que así fuera. A su favor aquellos pantalones eran muy aireados y el largo cuchillo se camuflaba entre las telas de forma maravillosa.

Antes de salir, se tomó un momento para acariciar a su gato, el cual estaba de maravillas acostado al pie de la cama, hundido entre las pomposas sábanas blancas. Al parecer no tenía ni las más mínimas intenciones de acompañar a nuestro gaucho.

―Usté se queda aquí, Betúncito. Cuídeme la pieza y no haga barullo, mire que usté ta' prohibido aquí en el hotel... no sé como habrá hecho Jancito para... ¿ta bien?

Armando tenía un profundo deseo de terminar con esto. La idea era terminar, además, sin bajas humanas o animales. Ya había hablado con Jan sobre eso, y el muchacho estaba de acuerdo. Habían concordado en la fragata un plan que preveía esto. Además, nuestro gaucho quería ser sólo él quién le echara las manos encima al nuevo Führer, sin ayudas externas en la ejecución. Ese era su aliciente. Hacer eso le redimiría de todos los años de falso héroe y de máscaras tontas de hombre autoritario. La tarea que tenía por delante... ¡esa sí que era de verdadero héroe!

Se levantó y salió hacia la puerta de la habitación, con su presuncioso nuevo atuendo de impoluta limpieza. Intentó usar el ascensor, pero este se había esfumado justo cuando lo había divisado en el pasillo. Se acercó hasta la abertura. Sólo veía un oscuro pozo detrás de una puerta con rejas. Intentó con todos los botones pero nada.

Al final, llegó al salón principal por escalera.

Los botones del hotel le saludaron con amabilidad a lo que respondió de inmediato y apuntó hacia la salida. Una vez fuera se detuvo en seco, en la vereda de la Avenida Corrientes. Las luces, los carteles y el gentío que allí había lo dejaron pasmado. Parecía que todo el mundo había salido de sus casas, al mismo tiempo, para acercarse hasta esa calle. Iban y venían por doquier damas emperifolladas y caballeros con vestiduras impecables como la suya.

Olía a eau de toilette. A colonia, según don Armando.

¡Qué diferente al campo era todo esto! «Y decir ―pensó él― que ahora mismo, en un campo cualquiera, hay una tranquilidad abismal, diferente a la bulliciosa y perfumosa Capital de la Patria».

Inmerso en sus reflexiones y dirigiéndose hacia el destino establecido, divisó, pegada en una pared, al otro lado de la calle, una cartelera de cine que, a juzgar por las primeras palabras, tenía su nombre y apellido:


Armando Bo...


Le llamó tanto la atención que se detuvo.

El apellido completo ―pensó él― estaba tapado por una señora que llevaba un gran gorro plumífero y que se refrescaba el maquillaje. Las plumas de su sombrero estaban justo delante del apellido. La mujer guardó el lápiz labial y el espejito en su cartera y salió disparada hacia la puerta que se encontraba al lado.

Cosa'e Mandinga: Las aventuras del gaucho miedosoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora