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Armando se detuvo en seco y se volteó. ¡Qué cara que habrá puesto!, que cuando lo vio Jan, como si fuera cuestión de telepatía, comprendió enseguida que el gaucho estaba entendiendo mal las cosas.

―Oh, no, no... no es lo que está pensando, señor. Ya se lo he dicho, estoy aquí para cuidarlo, no para clavarle ninguna daga en la cabeza y revolverle los sesos. Usted no es, ni podría ser uno de ellos. Jamás aguantan más de una semana sin convertirse en comerostros caminantes, y usted lleva caminando más que eso. Quédese tranquilo, porque podría jurarlo por mi madre.

Si el rusito era sincero, entonces él era el original. Y, visto y considerando todo lo que había vivido y escuchado, comenzaba a convencerse de ello; en los últimos días había resuelto más problemas internos que en toda su vida y su mente estaba más activa que nunca, al contrario de los caminantes, que tenían el cerebro podrido. Además, no sentía ningún tipo de renuencia por el color azul. De hecho, hasta le estaba gustando cada día más, quizá porque lo relacionaba con el hecho de que era un color espantacaminantes.

Pero entonces, de ser así, de que fuera él el original, ¿por qué Jan estaba tan empeñado en seguirlo, lo mismo que la bruja buena y el gato? ¿Seguirían así a todos los originales?

Lo pensó por un momento y se dirigió a Jan de nuevo, para hacerle una pregunta que le esclarecería el panorama.

―¿A toidos los originales le siguen como a mí? ―preguntó, como si en el fondo hubiera querido no hacer esa pregunta.

―Sólo a usted, señor...

Él era importante por algo...

―Creo que está en condición de saberlo ―dijo Jan.

Se acercó hasta don Armando y antes de continuar con lo más importante, escudriñó el vasto paisaje con la vista, como cerciorándose de que no hubiesen oídos ajenos escuchando lo que estaba a punto de decir. Aquel sitio, en medio de la nada, era el sitio perfecto para una declaración de este tipo. Además, ya era hora: podía verse en el horizonte un reborde verdoso que les advertía estaban por llegar a San Antonio.

―Nunca verá a su doble caminando a la deriva por el campo, señor.

―¿Nunca?

―Nunca.

Y sin más preámbulos le dijo:

―Su clon es el nuevo Führer, señor.

En ese momento se le aflojaron las piernas a nuestro gaucho y sintió una profusa debilidad en todo el cuerpo que lo hizo caer zigzagueante cual hoja de otoño. Jan lo advirtió y recurrió a su auxilio antes de que se hiciera daño contra el suelo.

Armando se esperaba cualquier cosa, pero esto, no. Ahora entendía por qué todos estaban empedernidos en seguirle.

«El inglés lo sabía», dijo, de la nada, una vocecita en la cabeza suya, como si estuviera muy segura de lo que decía ―esos extraños pensamientos aleatorios, que pasan por la cabeza de los humanos en situaciones como estas―. La contestación, en vos alta, que don Armando le hizo a la vocecita interior fue un rotundo NO, pues, de haberlo sabido el inglés, entonces hubiera actuado de una manera diferente.

No lo hubiera dejado ir, para empezar.

Después se imaginó una bomba atómica cayendo sobre su rancho... ¿Por qué se les cruzan esas imágenes tan absurdas en situaciones como estas?

―Pero tranquilo, don Armando ―siguió Jan―, el nuevo Führer está en fase de reaprendizaje. A pesar de haber transferido el espíritu maligno de Hitler al clon, este no conserva los recuerdos del primero, y tampoco los del segundo. Por lo tanto, aquel clon tiene que reaprender todo, desde comportamiento protocolar hasta de política y economía. Y luego, como si lo exponencial reinara, él mismo comenzará a dar órdenes y a organizarlo todo, mil veces mejor que lo que pudiera hacerlo un humano corriente.

Cosa'e Mandinga: Las aventuras del gaucho miedosoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora