Se acomodaron en la mesa y cenaron la rica pasta cacera que había hecho Victoria, bajo la luz de un farol a kerosene que colgada del techo. Había abundante vino. En medio del silencio de la comida, Gilberto, con la suavidad que lo caracterizaba, limpiándose las comisuras de la boca con una servilleta, soltó unas palabras que iniciaron una nueva conversación.
―Hace un par de meses, en una de mis idas al pueblo, oí de sus andanzas. No sabía yo si creerles a los paisanos o reservarme el derecho a la duda... vio cómo son cuando se emborrachan en el boliche... Contaban entre ellos, medios acalorados por la caña, todo tipo de anécdotas sobre su persona y sus aventuras.
Se detuvo un momento para enrollar la pasta en el tenedor y continuó:
―...Al llegar, le conté a Victoria sobre la conversación que se había dado entre los paisanos en el boliche y desde entonces siempre recordamos y citamos sus historias cuando, por algún motivo, algo nos hace acordar de una.
»La verdad que jamás había imaginado que iba a conocerlo en persona, en parte porque descreía de su existencia. Pero mucho menos imaginé que me lo iba a encontrar en mi propio campo, eso sí fue una verdadera sorpresa.
―...Nos preguntamos desde entonces si lo de los pumas sería cierto ―dijo Victoria, con una curiosidad delatora.
―Sí, pero no jue tan así ―dijo Armando.
―Nosotros supimos que usted se encontró un día con un puma gigantesco y...
―Ni que tanto ―interrumpió Armando.
―...Un puma grande ―corrigió Victoria―, en el medio del sendero donde usted andaba recorriendo a caballo, y que se bajó con su cuchillo y, con unos ágiles movimientos logró hacerse con la bestia y luego se la regaló, manso como un gatito, a un niño del pueblo.
―Dentodos los pueblos dicen lo mesmo. Pero no jue tan así, yo doy fe.
―¿Y cómo fue, entonces? ―preguntó Victoria.
―El puma era grande, viera que garras tenía, así de grandes ―hizo un gesto con los dedos― pero yo me limité numás a hacerle frente pa' que no ataque a la perrada. Cuando me bajé y le amagué la primera cuchillada, corrió dispavorido y no lo vi ma'.
―¿Cómo?, ¿entonces no se lo regaló mansito a uno de los niños? ―preguntó Victoria.
―Cosas numás que inventan los paisanos ―dijo Armando.
―¿Es decir que la mitad de la historia, si no más, es inventada? ¡Qué desencanto! ―dijo el inglés riéndose y tomándose la cabeza.
Armando sintió una profunda vergüenza. Sentía que era indigno del agasajo que le hacían el inglés y su esposa.
Como pudo enrolló torpemente un poco de pasta y se lo llevó a la boca. Se manchó un poco el bigote. Nuestro gaucho estaba pensando con seriedad lo que diría a continuación. Masticando fideo llegó a la conclusión que lo mejor sería decir la verdad, aunque le costara. Entonces tragó, tomó un sorbo de vino y dijo con una efusiva voz:
―Pa' ser sincero don Efor, doña Vitoria, tres días atrás hubiera yo mesmo alimentao su imaginación con todo tipo de historias de mi repertorio. Pero ¿sabe?, ¡me han estao pasando cada cosas! que, la verdad, ya ni placer encuentro en hacerme el juerte.
»Le contaba a su amao ―dirigiéndose a Victoria―, que dando huyendo de los demonios andantes. Al parecer usteides no están al corriente, pero estamos sendo invadidos por los soldaos de Mandinga.
Se generó un gran silencio incómodo y la pareja estaba estática cual maniquíes de una tienda, sorprendidos por lo que estaban escuchando. Se oyó sólo, por un largo instante, el zumbar del farol.
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Cosa'e Mandinga: Las aventuras del gaucho miedoso
TerrorAños cincuenta. Plena estepa patagónica. Allí vive, en su rancho, don Armando Borondo. Un gaucho de la vieja guardia. Un hombre de campo, rudo, alto, con bigote autoritario y que, según se dice, posee el don de la valentía. Para conservar su tan ost...