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Nuestro gaucho casi completaba su historia.

Después del extraño suceso que había experimentado en la habitación, se dispuso a seguir, como si nada, con la fragata. Como obra del destino, solo le faltaba colocar una vela para terminarla. Sería una culminación simbólica. Luego, por fin, se quedaría tranquilo en casa, como a él le gustaba. Así, se dispuso a terminar, pero no sin antes ir a poner uno palos a la cocina a leña. El frío de la nieve había enfriado ya las paredes de adobe.

Betún dormía hecho una bolita en una de las sillas. Le gustaba en particular esa silla porque tenía un almohadón moldeado a imagen y semejanza del culo de Armando, donde él muchi cabía como una pieza de puzzle. En la otra punta de la mesa estaba la otra silla, salida de la mesa, media torcida hacia su lado y se imaginó, por algún motivo, que allí estaría sentada la bruja buena. De repente la silla crujió.

Ahora no tenía dudas.

―Oiga, doña, quisiera agradecerle todo lo que ha hecho por mí.

Nadie contestó. Pero luego de un momento sintió una leve rose en su mano.

La puerta del rancho se abrió de par en par y dejó entrar un gélido frío. Le recordó a su historia, la de su infancia. Armando se asomó al iluminado y anaranjado paisaje nevado. Partiendo desde la puerta, un surco se trazó en la nieve varios metros, hasta que esfumó por completo. Después de ver el extraño fenómeno, Armando se metió al rancho, sin dejar de mirar hacia afuera hasta que la puerta se cerró por completo.

Se habían quedado solos con Betún. Como al principio.

―¡Pa', que han pasao cosas raras! ―le dijo el gaucho a Betún, en cuclillas, haciéndole caricias a su gato.

En cierta medida, ahora que lo estudiaba en retrospectiva, todo lo vivido le había parecido un sueño. La vida de los gauchos en la estepa ―y en cualquier lugar― no suelen ser tan ajetreadas como supo ser la suya.

«Aunque quizá en su juero secreto ―refiriéndose a los otros gauchos― fueran también, alguno que otro, un verdadero héroe, quién sabe», pensó.

―Lo güeno es que ya está, Betún. Adora sí que pudemos destar tranquilos.

Se levantó y miró por la ventana por última vez antes de terminar con la fragata.

De entre la nieve vio, muy en lo alto, una luz anaranjada que bajaba despacio hacia la esponjosa superficie nevada. Agudizó la vista todo lo que pudo. El objeto estaba lejos, pero era bastante grande, según su apreciación hecha a ojo. La luz acercó tanto al suelo que podía ver cómo iluminaba las jarillas circundantes.

Luego, la luz se apagó.

No quiso pensar mucho más sobre lo que había visto. Se dio la vuelta y se dirigió hasta la habitación, se puso la lupa en el ojo, y procuró terminar la vela lo antes posible. Su pulso temblaba, quería terminar antes de que pasara algo más. Pero al final, su plan se vio truncado.

Golpearon a su puerta tres veces.

Se quedó inmóvil mirando hacia la puerta, como si eso le sirviera de algo. Luego se dio cuenta que no le quedaba otra alternativa que atender. Aunque a juzgar por la hora y por lo que había visto por la ventana, no sería nada bueno. Se volteó y vio, con enojo, la vela despegada, entre la fragata y el interior de la botella.

Golpearon a la puerta una vez más. Se estremeció del susto. Esta vez fue con más fuerza.

El gaucho se paró de un salto y tomó el facón, después se acercó hasta la puerta y apoyó su oreja en ella para escuchar, con cuidado de no ser oído. Sintió algo así como un quejido profundo.

No estaba seguro que aquello fuera humano.

De repente, el ser que estaba del otro lado golpeo por tercera vez. Armando se estremeció y abrió violentamente la puerta para encontrárselo frente a frente. Lo que vio lo dejó estupefacto.

―Su porquería de camioneta se quedó en el camino. Parece que voy a tener que pasar la noche acá ―dijo Delalia.

Armando revoleó los ojos.


F I N

Cosa'e Mandinga: Las aventuras del gaucho miedosoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora