Capítulo III

136 25 8
                                    

Armando llenó su botella con agua del pozo hasta que el líquido rebasó por el pico. Luego se despidió de Ambrosio con un emotivo apretón de manos y le agradeció toda su desinteresada ayuda. Como venían sucediendo las cosas, quizá nunca más se verían. Apuntó sus alpargatas hacia el este y le dijo a Betún:

―Nos vamos, michifuz.

Y caminó junto a su gato, alejándose poco a poco del rancho y de don Ambrosio, quién se quedó viendo su partida.

Más allá se detuvo y se volteó por última vez sin que el viejo se percatara. Don Ambrosio se veía pequeñito y había comenzado con la ardua tarea de acarrear los cuerpos hacia otro lugar. Tomó uno de los que estaba hacia la periferia y comenzó a arrastrarlo de los pies. El pie derecho del podrido se salió por completo, por lo que tuvo que tomarlo de la mano y del pie que le quedaba para poder arrastrarlo hasta un nuevo lugar, un peladero que había unos metros más allá.

Luego volvió a voltear y se puso a caminar hacia el este, esta vez de manera ininterrumpida.

Como era costumbre, con el zigzag del cuerpo producto de su andar, comenzaban también los pensamientos que se apiñaban en la cabeza, tratando de llamar su atención. Tanto era así, que de momentos, y a modo de mediador, solía organizar sus pensamientos hablando solo. Se decía, por ejemplo: «con respecto a...» y continuaba ese pensamiento hasta haberlo procesado y así, ir uno por uno para evitar los cuellos de botella. Así fue, pues, auspiciando de mediador de pensamientos durante todo el trayecto.

Del encuentro había sacado un enorme provecho nuestro gaucho. Para empezar, descubrió que el viejo ―y no solo él― había tenido encuentros cercanos con esos demonios andantes. Aunque es menester aclarar que en el caso de Ambrosio, el encuentro fue mucho peor, puesto que le tocó enfrentarse a muchos y lidiar con la horda que invadió su rancho. Así y todo, el viejo corajudo no se echó para atrás en ningún momento y decidió hacer frente a la situación... a diferencia de él, que estaba huyendo despavorido. Armando anhelaba su coraje. Pero al pobre aún se le erizaba la piel al recordar que había estado compartiendo la butaca de su camioneta con un demonio andante... ¡y hasta lo llevó frente a su propio rancho! Un despropósito.

Reparó también en que Ambrosio se había dado cuenta enseguida del profundo miedo que sentía y cómo este estaba carcomiéndolo poco a poco y lo llevaba en espiral hasta el fondo de su ser. El miedo le hizo reflexionar sobre la debilidad de su máscara, esa que había creado a fin de tapar los susodichos terrores. Al final, sintió un gran alivio en el pecho cuando le confesó a don Ambrosio la terrible condición que le afligía. Comprobó que el viejito tenía razón y que ahora se sentía mucho más humano al habérselo confesado.

«Era un paso duro, pero necesario», pensó Armando.

Y, finalmente, la cuestión de los demonios andantes. Aprendió nuevas cosas de cómo defenderse de ellos y el posible porqué de su aglomeramiento. Imaginó el sitio dónde enterró a Dumancia: a esa altura debía estar repleto de demonios. Confirmó, además, su voz interior sobre el asunto de las fogatas, pero no sabía que los perros también hacían de una suerte de «llamador» que los atraían con su ladridos y de la interesante simbiosis que existía entre ellos. Se sorprendió al recordar que sus perros también habían tenido un comportamiento similar con el adefesio. Cuando aquella noche se dispuso a enterrar el cuerpo, los canes se habían bajado de la camioneta y allí se quedaron hasta entrado el día, cuando de manera misteriosa decidieron, por su cuenta, volverse para el rancho.

Nuestro gaucho caminó y caminó hacia el este como en los días anteriores y cruzó muchos alambrados más. Tenía la sensación de haber caminado cientos de kilómetros aunque, naturalmente, sabía que era menos, «¿quizás unos ochenta kilómetros?», pensó. Sacó la cuenta basándose en lo que había leído hacía poco en una revista de cultura general que compró ―en ella había un «paso a paso» de cómo hacer barquitos en botellas que le interesaba sobremanera―. Se sostenía que una persona caminaba a relación de unos cinco kilómetros por hora. Al final, hizo tachón y cuenta nueva al concluir que entre los montes el andar es mucho más lento y, por lo tanto, era posible que hubiera caminado menos de lo que él imaginó en un primer momento.

Cosa'e Mandinga: Las aventuras del gaucho miedosoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora