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La morada del inglés estaba a apenas unos trescientos metros y, habiendo salido ya de las montañas, comenzaba a verse la oscura arboleda, que por aquellas horas del anochecer más bien parecían una sola y uniforme sombra. Al adentrarse en ella notó Armando la casa; pequeña pero muy prolija, como a él le gustaba. Estaba rodeada de árboles. Era como una postal. La casa tenía algunas luces encendidas dentro.

―Bienvenido a mi hogar ―dijo el inglés.

―De nada ―contestó don Armando.

―Le presento a mi esposa. Victoria ―dijo, ahora dirigiéndose a ella―, él es don Armando Borondo.

Victoria era una mujer muy bonita y aparentaba menos edad que el inglés, aunque en realidad tenían la misma cantidad de años. Además se vestía de maravillas. Llevaba un lindo vestido azul. Se secó las manos con el delantal y lo saludó con respeto.

―¡Oh! ¿Es usted?, ¿del que hablan en todos lados? ―preguntó Victoria.

―Así parece ―contestó Armando.

―¿Y qué hace por estos lares?

―Huyo de...

―¡No lo atosigues, querida, está cansado! Ya tendremos tiempo para conversar distendidos ―interrumpió Gilberto, haciéndole una mueca de complicidad a su mujer.

―¡Cuánta razón tiene mi querido y que descortés que fui! ―dijo ella respondiendo a los gestos de su esposo―. Ya mismo me pongo a hacer una porción extra de pasta para nuestro huésped.

«¿Pasta?»

―Tengo carne, podríamos cocinarla y... ―se apresuró a decir don Armando.

―Déjelo para otra ocasión, don Armando. Con tanto camino por recorrer estoy seguro que le va a encontrar mayor provecho luego. Además aquí, invitamos nosotros, no tiene que preocuparse por eso.

Qué remedio le quedaba.

El inglés se aseó las manos y la cara en una palangana con agua y seguidamente invitó a don Armando a asearse también. El gaucho le dijo que ya se había lavado en la aguada. El olor pestilente del podrido que había acuchillado se ventiló de su ropa en el espacio de tiempo transcurrido hasta la casa. Sólo cuando se acercaba las manos o el cuchillo a la nariz podía sentir el profundo olor.

Victoria se acercó hasta la galería comedor donde se encontraban ellos, preparados para comer, y puso en la mesa una tabla llena de quesos en cubos, jamón crudo, cocido y aceitunas. Al gaucho le delataban sus tripas. Haber estado comiendo pan durante tantos días hacía que viera con buenos ojos el exquisito manjar que tenía en frente. Enseguida se fue Victoria, otra vez a la cocina, pero volvió con una botella y una garrafa de soda. Se sentó y comenzó a llenar los vasos con el aperitivo.

―El queso es de oveja, y de elaboración cacera, la hicimos aquí mismo. Espero que le guste ―dijo Victoria mientras echaba soda en un vaso.

Armando atinó a sacar su facón para pinchar los cubos de queso, pero lo reconsideró luego de pensarlo por un momento. Entonces tomó un tenedor de la mesa y se comió tres cubos de queso y cuatro de jamón crudo, uno tras otro. No eran ya sólo sus tripas las que delataban su apetito, ahora también su comportamiento. Pese al arrebato, intentó mantenerse educado y se reclinó levemente sobre el respaldo de la silla mientras engullía uno tras otro los sabrosos quesos, jamones y aceitunas, dispuestos todos para él.

―Parece que a nuestro huésped le ha gustado mucho la picada, querida ―dijo el inglés.

―Así parece ―le contestó Victoria.

Cosa'e Mandinga: Las aventuras del gaucho miedosoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora