Observó con detenimiento las partes bajas de su blanquecina bombacha para comprobar que su impoluto aseo ya no era. Tanto esta como las alpargatas tenían un verde parduzco, producto del roce con los montes a causa de semejante andar. Pero con curiosidad se percató que no tenía idea de lo que había pasado durante el trayecto. Sólo recordaba hasta donde hubo llegado a la laguna. Durante el viaje, había caído, quizá por los rítmicos movimientos de su andar y su profundo ensimismamiento, en una especie de transe hipnopómpico el cual le impidió recordar con claridad. Sólo se hacían presentes en su memoria algunos de los paisajes como meras postales de viaje, nada más.
Conseguir agua y comida era ahora más importante que el aseo personal. Tenía planeado buscar en los alrededores alguna aguada, como se suele decir en los pagos de don Armando a los cuerpillos de agua limpia entre las montañas o los faldeos. Como buen conocedor del campo, sabía que había una muy cerca porque, desde donde estaba, podía ver los pequeños caminos que los animales, ovejas y caballos, hicieron entre los montes en su búsqueda cotidiana de agua. Las huellas se dirigían a un solo punto. Bastaba ponerse a seguir uno de esos caminitos entre las montañas para encontrar agua. Entonces eso hizo. Tomó la botella de agua y buscó el caminito más marcado. Lo recorrió hasta encontrar, muy complacido él, una gran aguada con un pequeño arroyo que la abastecía. Mejor imposible.
Esto cambiaba por completo la expectativa; a tan solo unos metros de su cueva, una cuantiosa aglomeración de agua. Esto también le permitiría cazar, ya que la mayoría de los animales del cuadro llegaban hasta el sitio a tomar agua, al menos una vez al día. Comenzaba a plantearse la posibilidad de quedarse, unos cuantos días más, y luego partir a otro sitio... aunque aceptaba don Armando que ahora era un prófugo. Y los prófugos, según tenía entendido él, no deben quedarse siempre en el mismo lugar. Sabía que cualquier asentamiento, por más pequeño que sea, con el tiempo, terminaría notándose. Era cuestión de tiempo para que alguien encontrara las huellas de la alpargata en el charco de la aguada o en la entrada de la cueva. Se propuso entonces nuestro gaucho, permanecer allí por unos cinco días, como fecha límite. Después tomaría sus cosas y se marcharía a un nuevo sitio.
Llenó la botella hasta el pico. Luego se sentó y se sacó las alpargatas, se arremangó la bombacha y metió los pies en el agua. Estaba fresca y confortable. Así observó todo el paisaje para comprobar lo que él ya notaba de antes; que aquel sitio estaba metido entre montañas. Era un lugar secreto.
Así que se sacó la bombacha y se puso a lavarla. No podía ver su ropa con ese parduzco color verdoso. Una vez hubo terminado de lavar su prenda, la dejó apoyada en un monte para que se seque y volvió a meter las patas en el agua. Siguió meditabundo. En eso apareció Betún, olfateo el agua pero no le hizo mucha gracia tomar de ella. Armando quiso acariciar su lomo pero el gato lo eludió en un movimiento, como si Armando le fuera a empujar al agua o hacer algún daño. Así son los gatos.
―¡Ah, gato amargo! ―le gritó Armando y se echó a reír.
Más o menos para el momento en que Armando terminaba de decir eso, sintió a lo lejos unos claros gritos de personas. Pese a lo temeroso de nuestro gaucho, por su larga experiencia en el campo, supo que no era nada paranormal. No hizo más que ir por la bombacha aún mojada ―se le pegó a la piel cuando intentó ponérsela― y trató de descubrir de qué dirección venían los gritos. En calzones subió sigilosamente una de las montañas y divisó, para su infortunio, que los hombres a caballo y las ovejas se dirigían directo hacia su montaña. El rebaño levantaba una gran polvareda. No supo qué hacer; atinó a tomar a su gato y correr a esconderse a su cueva, aunque era plenamente consciente que los juntadores no dejarían nada sin escrutar.
Corrió hacia la cueva con el gato y la bombacha a cuestas, bordeando la montaña de manera tal que evitó ser visto por los arrieros. Iba encorvado. Por supuesto que era más eficaz cruzar la montaña en línea recta, pero al subirla, le verían en un soplo. Las graves consecuencias de que aquello sucediera eran, en concreto, dos: Por un lado los juntadores, que delatarían su ubicación y por lo tanto echarían a perder su huida. Por otro, al estar él en propiedad privada sin el beneplácito del dueño, podría ser considerado un cuatrero de inmediato, un hombre que se dedica a robar ganado, y, si llevaran armas, era probable que intentaran ahuyentarlo con disparos.
Y eso podía terminar muy mal. Muy mal.
Armando se metió con su gato en lo más profundo de la cueva. Estiró la mano desde el oscuro y tomó su mochila, la atrajo hacia sí. Solo quedó a la vista la vela derretida en una de las paredes y las huellas en la tierra. Cuando entraba a esconderse, no atinó a borrarlas. No había tiempo; se acercaban. Si se asomaba, corría el riesgo de que lo divisaran. La idea de Armando era que, como la cueva era profunda y afuera había mucha luz, quién le tocara revisar no llegaría a verle en el fondo. Se colocó en cuclillas, sirviéndose del fondo de la cueva como respaldo y esperó en completo silencio.
Desde el interior de la caverna podía Armando oír los rápidos e irregulares pasos de alguien que se acercaba pisando piedras sueltas. Sabía cómo era; él mismo lo había hecho muchísimas veces: los juntadores llevan la manada por la parte baja, mientras que alguien, generalmente el más joven, subía la montaña, parte a caballo parte a pie para buscar ganado metido en las amparadoras cuevas. Cuando era chico le encantaba hacer eso, pues inspeccionar en su interior le parecía sumamente interesante y divertido. Solito se ofrecía para la tarea.
Para su suerte, el encomendado a tal tarea era un muchacho de unos catorce años de edad, con cachetes colorados que cayó casi desde arriba y se quedó mirando hacia el interior de la cueva intentando aclimatar la vista. Armando contenía la respiración. Hubo un silencio sepulcral en el interior, hasta que sucedió lo impensado:
«Miau», soltó Betún.
Armando revoleó los ojos.
―¡Quién anda ahí! ―gritó el muchacho, muerto de miedo.
Armando extendió la mano desde la oscuridad y le tiró a los pies un hueso barnizado con dos fragmentos de metal pegados a cada lado.
―Es una taba de oro. Espero que la disfrute en el juego, y le traiga suerte. Fue un regalo muy especial pa' mí, ahora quiero que sea suya, a condición que me deje en paz y no me delate ―dijo don Armando desde el interior de la cueva.
El joven se quedó boquiabierto y tomó la taba con desconfianza. La observaba fascinado, pero al mismo tiempo no perdía de vista el fondo de la cueva. Temía que aquel que estuviera dentro se le lanzara de un momento a otro y lo liquidara sin piedad. De un salto desapareció el muchacho de la vista de Armando y siguió, como si nada ―aunque estaba muerto de miedo―, gritando y buscando ovejas en el interior de otras cuevas pequeñas.
Armando se había salvado.
Aclimató la vista para ver a Betún y este estaba en su falda con cara de nada, relajado, mirando a su dueño.
―¿Usté está loco, Betún?, ¿cómo va a hacer eso? ―le dijo Armando sacudiéndolo, como si el gato comprendiese español.
El gato lo miró con intensidad. Luego, comenzó a ronronear.
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Cosa'e Mandinga: Las aventuras del gaucho miedoso
TerrorAños cincuenta. Plena estepa patagónica. Allí vive, en su rancho, don Armando Borondo. Un gaucho de la vieja guardia. Un hombre de campo, rudo, alto, con bigote autoritario y que, según se dice, posee el don de la valentía. Para conservar su tan ost...