Capítulo 26

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Durante la noche, la pacífica noche de aquel veinticuatro de diciembre, un auto se dirigía velozmente hacía un edificio abandonado.
Dentro del auto habían cuatro personas: tres hombres y una sola mujer. Tenían la labor de acabar con un ser peligroso, encarcelarlo o matarlo. Vivo o muerto, no importará; se hará justicia para todas aquellas personas que fallecieron en sus garras.

El automóvil se estacionó a tres calles de aquel edificio. Todos salieron de él, viendo a sus costados para asegurarse de que alguien no les estuviera vigilando. En caso de haber sido así, tenían la orden de disparar a quemarropa.
Se había establecido un toque de queda especialmente en esa zona de la ciudad, donde probablemente estarán abiertas las puertas a un próximo infierno.
En intervalos de cinco minutos cada uno, empezaron a entrar a aquel deteriorado edificio, tratando de no causar hasta el más mínimo ruido para advertir a su enemigo de que estaban cerca.

Helen Mccartney, una de las agentes del FBI y la única mujer de su escuadrón, se había separado de su grupo por un momento para investigar los lados más recónditos de aquel edificio. Y por más que buscara y buscara, nunca encontraba nada. Abandonó la idea al estar segura de que no había nada en el sótano y primera planta.
Volvió con su grupo minutos después, informándoles de la ausencia de algún individuo sospechoso o que no figuraba en el plan.

Todos mantuvieron silencio por un momento cuando la noticia les fue dada, por lo tanto, la decisión de empezar a subir los exactamente veinte pisos de aquel edificio ya había sido tomada.

Raphael O'Neal, escritor y uno de los ayudantes que detendrán a aquel malvado ser humano, simplemente empieza a murmurar cosas sin sentido, probablemente del miedo que extrañamente empezó a consumirle por dentro. ¿Por qué tendría miedo? Simple: sabe que tendrá un final fatal, sin importar que arresten al objetivo, o que mueran todos en el acto; su desenlace será el mismo: nunca jamás podrá salvarse del agujero de la miseria que tanto le costó escalar por cuenta propia.

Helen, al notar el evidente miedo que desbordaba de Raphael, sonrió con levedad ante ello. Apoyó su mano sobre el hombro del hombre y le hizo girar con suavidad.

—Tranquilo —intentó tranquilizarlo—. Conoces el plan a la perfección, todo saldrá bien.

—¿Estás segura de ello? —le preguntó, frunciendo el ceño.

—Sí... —respondió ella sin dudarlo, porque lo sabía. Sabía que todo iba a quedar bien.

Para bien o para mal, de todos modos aquello iba a acabar de alguna forma, no importaba cómo.

Ya cuando estaban contemplando lo vacío del tercer piso, todos se detuvieron un momento para pensar en una estrategia. Su objetivo lo había pensando bien. Eligió un lugar muy grande, y al ser sólo una persona, bien podría esconderse de manera perfecta en todos los pisos sin ser localizado fácilmente, aunque claro, esa no era la intención de él. Un absurdo juego de las escondidas no era algo que a él le interesara demasiado.

Su intención no era esconderse para siempre, sino jugar con sus víctimas una por una hasta matarlas: esa era su verdadera intención, y ellos conocían perfectamente esas retorcidas intenciones macabras.

—Haremos algo —empezó a hablar el mayor de todos ellos, el encargado de aquella misión—. Nos separaremos en parejas: una pareja investigará los primeros diez pisos del hotel, el otro investigará los otros diez. Así abarcaremos más terreno.

—Está bien —dijeron los otros tres en coro.

—Carl, tú ve con Helen, yo iré con Raphael. Nos comunicaremos por medio de los radios en caso de que encontremos algo.

Y así, ambas parejas se separaron. Helen y Carl buscaban y buscaban en todas las habitaciones, pero lo único que encontraban eran nidos de ratas, cucarachas y otras playas que causaban repulsión a la mayoría de personas; a excepción de Carl, quien era amante de los animales sin importar cuáles sean.

Las razones de mi triunfo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora