15. LA PEQUEÑA ELENA

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―Ya las habéis atado, no pueden moverse, así que no veo necesarias las armas, Elena ―dijo Zeon, que también estaba con las manos maniatadas. Para él no era difícil deshacer el intrincado nudo que la mujer había usado para atarle, pero no podía ver como Megan y Susan estaban sufriendo.

Se encontraban en el gimnasio en el que horas antes se habían realizado las recuperaciones. La sílex y la sirena estaban sentadas en el suelo, espalda contra espalda. Dos cuchillas levitando se mantenían apuntando a los cuerpos de las jóvenes, mientras que Elena vigilaba al hombre de ojos amarillos.

―¿Crees que soy idiota? ¿Crees que no sé las cosas que les habrás enseñado? ―le replicó Elena impetuosa. Su mirada encerraba algo más que simple rabia hacia el maestro; encerraba odio, un odio cuyo origen ambos, tanto Elena como Zeon, conocían bien.

―Elena, ya sabes la razón por la que no...

―¡Cállate! ―gritó la mujer haciendo que los puñales levitantes se acercaran más a Susan y Megan―. Tú me rechazaste, me diste la espalda. Eras mi ejemplo a seguir, mi mentor. Si me he convertido en esto, es por tu culpa.

―Yo no te abandoné, Elena ―repuso él dolido―. Sabes lo que hiciste, tu destino ya no estaba en mis manos ―añadió.

―Eso es mentira. Querías deshacerte de mí y así lo hiciste ―le reprochó con frialdad la atractiva mujer.

―Asesinaste a tu hermana, Elena. Ya no podía protegerte más ―se defendió Zeon mientras ambos, sin poder evitarlo, recordaban lo que tiempo atrás sucedió.



35 años antes

«Por favor Zeon, eres nuestra única opción», había rogado Sara, la madre de Elena, después de acudir a la mansión en un intento desesperado de salvar a sus hijas.

―Sara no veo cómo...

―Acógelas como tus alumnas, te lo ruego. Ya no sé a quién más pedir ayuda, todos me han rechazado ―pidió Sara con los ojos lagrimosos y ofreciéndole al hombre la cesta en la que llevaba a sus bebés.

El algo más joven Zeon miró a las pequeñas; eran preciosas y además gemelas. Sabía perfectamente que adoptarlas podría dar lugar a futuros problemas, lo presentía, pero nunca hubiera supuesto que la decisión de aceptar a las hermanas fuese a provocar lo que provocó años después.

―Está bien ―cedió Zeon, agarrando la cesta con cuidado―. Serán mis aprendices, pero nadie deberá saber nunca que me las trajiste a mí.

―Gracias maestro, no sé cómo...

―Sara, no tienes que decir nada, sin embargo, hay un inconveniente ―repuso Zeon con pesadez―. No puedes volver, al menos pasado un tiempo. Están buscándote, y si descubren que has venido a mí, vendrán a por ellas.

―Descuida maestro, dudo mucho que nos volvamos a ver. Y vosotras ―dijo ahora dirigiéndose a sus pequeñas― sed buenas, ¿eh?

Sara lloraba sin consolación. Ya sabía que para ella no había salvación, pero sí para sus hijas. Se hacía tarde, así que les dio un suave beso a cada una en la frente y miró al maestro.

―Nunca lo olvidaré, Zeon. Que los dioses te lo paguen ―le agradeció Sara al que no hacía mucho fue su maestro. Sin decir más, desapareció tras pasar la gran puerta de hierro de la mansión.

Los años pasaron y las dos hermanas crecieron aprendiendo del mejor. Eran como dos gotas de agua; Elena y Mary. Fue a los cinco cuando Zeon descubrió los dotes de cada una de ellas, siendo Elena una excelente telequinética, con una facilidad increíble para mover cosas, mientras que Mary, era una prodigiosa mentaloide, capaz de leer el pensamiento y manipular mentes, algo que siempre utilizaba para hacer el bien.

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