xi. Con el agua al cuello

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Yūgi inspiró todo el aire que sus pulmones le permitían contener, y como broche de oro exhaló, mantenía sus párpados fuertemente apretados tratando de aliviar el rojo vivo que quemaba su piel, Atem dijo que podía explorar el lugar, ¿no? Su curiosidad crecía cual esponja hundida en agua, se expandía y crecía sin límites, lo ahogaba, necesitaba aliviarla, por lo que esa misma tarde se dispuso a dar una ligera vuelta, aún con el ardor de sus mejillas, abrió las puertas de la gran y ornamentada habitación dorada, casi de inmediato sintió la fría ráfaga de viento que azotó su rostro, haciéndole temblar en un nada agradable estremecimiento.

Sus pies acariciaban el suelo con cada paso y por una vez, se sintió fuera de lugar con su siempre confiable conjunto casual que debería “encajar en cualquier lugar”, pero para su fortuna, ahí no, no en Egipto, y mucho menos miles de años antes.

Se sentía confundido.

Perdido.

Tan perdido como la mirada escarlata del faraón de comentarios mordaces y sonrisa suficiente.

¿Acaso era el mismo que mirada entre una bruma de confusión el pequeño jardín? ¿qué sucedía con la otra faceta que le mostró hace poco?

El chico de ardientes rubíes dejaba ver la vulnerabilidad de las brazas ardientes al otro lado de sus irises.

Se veía débil, triste, confundido.

Un nudo asfixiaba la garganta del pequeño Yūgi, había visto esa mirada tantas veces ya, ¿dónde? ¿dónde? En nada más que en sí mismo, la identificó consigo mismo, y su tristeza creció.

¿Cree que estará bien?

El menor inspiró armándose de valor y se acercó a la personalidad que se encontraba a unos metros de él.

—¿Pasa algo?

La mirada amenazadora del faraón fue su única respuesta, pero Yūgi no se dio por vencido, sabía mejor que nadie porque veía esa mirada triste cada mañana que osaba mirarse en el espejo.

Lo peor es estar solo.

Negándose a irse el chiquillo de orbes amatistas se armó de valor y rodeo con sus brazos el cuerpo contrario, le sintió tenso, pero casi de inmediato se relajó.

Esperaba gritos, insultos, que lo apartara como mínimo, pero nada de eso llegó, solo sintió como los brazos de Yami correspondieron al abrazo.

Aun si se hundían en aguas profundas, ellos se aferrarían al único salvavidas.

La muerte y el juicioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora