i. Prólogo

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Podía escuchar aquellas palabras de desprecio salir de entre los labios de sus progenitores, siempre tan negativos y negligentes con todo aquello que tuviera que ver con él, podía jurar que odiaban su existencia entera.

Desolación, era la única sensación de la que se sentía seguro, de la tristeza que corría cada día en mayores cantidades por su torrente sanguíneo, intoxicándole, atacándolo, mostrándole la asfixia cada día más cerca, porque si sus amargas lágrimas no le ahogaban, sabía le ahogaría la tormenta de sentimientos que experimentaba.

Como otra noche común, sus padres desaparecieron y le dejaron solo en la casa, sin siquiera despedirse o dejar una nota, sólo se esfumaron y dejaron dinero sobre la inmaculada barra de la cocina, tan blanca y limpia, técnicamente nueva, pues no había nadie quien le utilizara, aquella barra llevaba una vida tan vacía como él, suspiró pesado, sintiendo como la opresión dentro de su corazón se hacia cada día más presente, su caja torácica se achicaba a cada hora, a cada segundo, a cada amargo suspiro y lágrima caída, porque aquella noche también lloró hasta dormir preguntando a la luna, si alguna vez encontraría lo que era para él, si alguna vez sentiría la calidez del cariño, ¿un abrazo tal vez...? Sólo... Uno.

(...)

El sol entraba de lleno en la habitación ajena, pero no había el típico cliché para Yūgi Mūto, los rayos de la estrella no le despertaron, sino que el se encontraba enrollado dentro de las mantas cuando el incesante sonido del despertador le hizo saltar, enrollarse en la tela y caer de lleno al suelo, sus ojos eran delineados por la violáceas manchas producto del cansancio, tratando de mantenerse despierto, se vistió y tomó su mochila, apretando las correas de la misma fuertemente, tratando de ganar la seguridad de la que carecía su corazón y endeble pensamiento, en el camino se encontró con sus amigos, Anzu fue la primera en saludarle y sus orbes amatistas a pesar de tratar de ocultar el nubarrón que se cernía en sus irises, tratando de ocultarlo bajo las techumbres del brillo en sus orbes, fue en vano, la castaña lo notó, Yūgi lo negó y sonrió, lo negó hasta el cansancio.

Por fin llego a casa, cansado, exhausto, sentía la vida escapar de sus fosas nasales para volver la bella vida en que alguna vez pensó, en el universo tan monocromático al que tanto temía, pero había algo distinto, su madre estaba ahí, sonrió porque con su presencia sin saberlo, ella le dio las pinceladas de color que tanto deseaba, pero no se esperó lo que venía, lo abrazó.

—Papá y yo nos divorciaremos.

Soltó casi de forma robótica la mujer de rojos labios.

—P-pero...

No le dejaron siquiera pronunciar lo que quería.

—Te quedarás con tu abuelo.

Y como si no existiera, su madre, aquella mujer paso de él y se desvaneció en la negrura de la noche, Yūgi miró por la ventana, viendo las estrellas fulgurar y la luna darle aquella luz tenue, que no era para él más que tristeza, escuchó como tocaban.

Era un señor mayor, parecido a su padre, su abuelo, porque fue el primer día en que no se sintió tan solo, porque para dormir el remedio que encontró su abuelo fue contarle historias de culturas antiguas cual cuentos, en especial la egipcia.

Escuchando relatos de Ra y su esplendor por sobre su padre, Nu, se durmió escuchando aquellas míticas historias de los faraones, hijos mismos de Ra.

Por primera vez Yūgi se sintió en compañía.

Porque Yūgi no esperaba enamorarse de un personaje de cuentos.

La muerte y el juicioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora