Vigésimo noveno capítulo

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Confesión y honestidad

Los primeros celaeos y acuelas del océano profundo no conocían la palabra cementerio. Si uno de ellos moría su cuerpo era dejado con las manos atadas tras la espalda con cintas luminosas, así las bestias podían alimentarse con su carne y luego estas serían cazadas para comer. La muerte era una contribución a la vida, era un ciclo que se repetía una y otra vez. Nacer, cazar y morir. Para ellos una persona alcanzaba o culminaba su tiempo de utilidad al dejar de vivir, yéndose con la plena seguridad de que sus descendientes seguirían vivos gracias al monstruo que con su cuerpo alimentarían.

Cuando se formaron los reinos con protección la costumbre fue quedando en deshuso y destinaron un lugar específico para guardar a sus familiares difuntos, por lo general dentro de la montaña donde estaban asentados. Era muy poco común ver a un paidiá visitando la tumba de sus seres queridos. Los defensores de las tradiciones más antiguas decían que era aberrante revisar el lugar donde los huesos de un ser que no cumplió con su utilidad como habitante del mar se hallaba, era una gran ofensa a los antepasados. De cualquier manera, no era costumbre hacerlo, si a alguien se le acababa su periodo de vida no era necesario que los vivos se acercaran, era casi mal visto y mal presagio para todos.

Sin embargo, no era raro mostrarle la tumba a un ser muy cercano, como una esposa o un amigo querido. Esto significaba confianza ya que en ese mismo lugar su amigo le guardaría si llegase a morir primero.

Bohu conocía todo eso cuando Atlas la llevó al cementerio de la familia Évenor para que supiera donde estaban sus padres y su hermana. Aquello la llenó de mala espina y de una actitud reacia. Se movía en silencio y detallaba cada cosa que él hacía.

Se trataba de un túnel del ancho de una plaza que se retorcía dentro de la tierra como el interior de un caracol. Estaba lleno de placas en grunio con nombres tallados. Reyes, gran zacenes y anfas, títulos nobles que mostraban cronológicamente cada cuánto el trono había pasado por las manos de los Évenor.

El silencio formaba un ambiente respetuoso y casi aterrador, como si un monstruo milenario aguardara en lo más profundo, invitándolos a visitar la primera placa de todas: la de Bitóri el Furioso, el fundador de Nivrán.

Había rizas aromáticas en el suelo del trayecto para apaciguar el hedor y espantar a los peces que supieran escarbar. A pesar de ser de la realeza, no se preocupaban por hacer un lugar bonito para sus difuntos. No había joyas, ni armas. Su creencia era que todos eran iguales al morir, reyes y plebeyos no tenían distinción ante la descomposición. Por eso no fue extraño encontrar al anterior rey, su esposa y su hija, cerca de primos, tíos y abuelos. Todas las placas del mismo tamaño y material.

Aquello hizo pensar a Bohu que los cementerios humanos no estaban hechos para los muertos, sino para que los vivos se sintieran cómodos ante la pérdida. Era más fácil creer que dormían tranquilos a que los gusanos pasaban entre las cavidades de sus ojos y comían su lengua como en un festín.

El reino en lo profundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora