Epílogo

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Quien vuelve del mar

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Quien vuelve del mar


Bohu se tambaleó en la arena después de despertar casi al amanecer con media cara entumecida, pedazos de algas en todo el cuerpo y un cangrejo pegado a su capa, sólo para descubrir que no sabía caminar como una humana normal. Le tocó agarrar un pedazo de palo que estaba en el suelo para movilizarse por la playa y alejarse de las olas que se estrellaban furiosas contra ella.

Las ropas le quedaban grandes y le estorbaban, aun así, no estaba en sus planes el deshacerse de ellas. Por fortuna seguía viendo perfectamente en la oscuridad, así que no fue problema acercarse hasta la casa del abuelo de Fani.

Era algo que debía hacer antes de enfrentar a su familia.

La casucha se hallaba cerca del muelle, construida en madera y elevada sobre pilares de un metro de alto, como se acostumbraba en las islas. Estaba pintada de verde con ventanas azules, pero incluso a esa hora, con apenas el cielo más claro, se notaba que no le habían retocado la pintura en por lo menos cien años. Tenía macetas de barro en el pórtico con algunas margaritas rojas y unas lenguas de suegra sembradas en llantas de moto.

Bohu se llevó las manos a la cabeza para acomodarse el cabello por la brisa, y fue así como se dio cuenta de que conservaba sus astas y sus branquias. No podía estar pasando, ellos no mencionaron nada sobre eso. Rápidamente se pasó la lengua por los dientes y gruñó de rabia pateando una piedra que fue a parar junto a las margaritas del anciano.

Tenía sus colmillos, sus fieles colmillos que tanto la hicieron sangrar en el pasado. Esperaba al menos deshacerse de todas sus características paidiás mientras estuviera en tierra, pero ni eso le concedieron. Ya ni se sorprendía. Mejor era no seguir gastando energía en esas embusteras.

Ya no podía hacer nada.

Se colocó el cabello a los lados para tapar su rareza, y se encaminó como borracha hasta la puerta envejecida, pero estando a punto de tocarla esta se abrió de golpe y el viejo apareció tras ella con la cara mudada por la sorpresa. Bohu casi se fue de espaldas gracias al susto que se llevó.

—Bo... Bohunissa —tartamudeó.

Sus cabellos grisáceos estaban enredados revelando que había estado acostado, y su camisa amarilla no estaba muy bien abotonada. Ella quiso sonreír pero no se lo permitió. Levantó la mano en su lugar.

—Hola, viejo.

Frank, el anciano, frunció el entrecejo y terminó de abrir la puerta.

—Tenías que ser tú, maleducada como siempre —refunfuñó—. Entra y cierra.

—No soy maleducada —se defendió cruzando el umbral y llenando sus fosas nasales con olor a té de canela. Cerró los ojos para disfrutar del aroma familiar—. Por las escamas de Wá, tenía tiempo que no olía esto. ¡Es tan delicioso!

El reino en lo profundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora