Especial Kanata

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Mis compañeros de trabajo saben muy poco sobre mí: todos me tienen como el niño bueno en prácticas, obediente y servicial. El chico inocente que de repente suelta cosas que no te esperas, pero sigue siendo una dulzura de los pies a la cabeza.

El pequeño Kanata.

–Quita de ahí, imbécil.–

–Ah, ¡Kanata-san, lo siento!–

Aah...si me hubieran visto en mi época de yankee en el instituto.

Sí, ahí estaba yo, con mi pelo rojo y mis orejas totalmente agujereadas, desafiando todas las normativas del centro. Digamos que yo era el «cabecilla» del curso: tenía a todos los maleantes bajo mi mando y a la chica más guapa como mi novia. Lo cierto es que no me metía en tantas peleas, no me hacía falta. Era muy fácil manipular a tipos como los que eran mis amigos en aquella época; simplemente hacía falta un poco de sangre fría.

Supongo que era un imbécil.

En cuanto a mi novia...bueno, ella era un curso mayor que yo (por supuesto, no podía permitirme «estar con una virgen» aunque yo mismo no tuviera tanta experiencia como me creía) y nuestra relación era un desastre. Discusiones y gritos que se arreglaban con sexo, para resumir. En aquel momento para mí eso era más que suficiente.

Tonteé con algunos de mis camaradas en aquellas tardes en las que nos quedábamos fumando en las escaleras de incendios, y a pesar de que eso de «ayudarse entre colegas» estaba muy de moda, nunca me acosté con ninguno de ellos.

Tampoco eran mi tipo.

Siempre he sido una persona bastante directa y lanzada cuando se trata de mi vida personal. Tenía muy claros mis objetivos y me gustaba sentir que avanzaba en mi camino. La satisfacción personal que me producía marcarme propósitos y cumplirlos era mayor que la que obtenía peleándome o teniendo sexo.

Claro que solo era un niñato, y aún no sabía nada de ninguna de las dos cosas.

Pronto mi reino del terror terminó; llegaron los exámenes de acceso a la universidad y nadie esperaba nada de mí teniendo en cuenta que todas mis calificaciones a lo largo de los años habían sido más bien mediocres. Adivinad quién consiguió entrar en el grado en Comunicación Audiovisual de una de las universidades más pijas del país. El pequeño yankee.

Mis compañeros de banda no se lo tomaron bien, por supuesto, pero todos nos mudaríamos y no volveríamos a vernos las caras, así que me dio igual. Terminé con lo poco que quedaba de mi relación con aquella chica y metí toda mi vida en una maleta camino a la gran ciudad. Era hora de emprender un nuevo camino.

No tenía planes de montar otra banda con los pocos descerebrados que allí me encontrara, pero tampoco iba a inventarme una personalidad alterna de buen chico para caer bien a todo el mundo. Simplemente quería relajarme, estaba un poco aburrido de todo lo que conocía, y quería ver qué tenía para mí el mundo universitario. ¿Fiestas en la residencia? ¿Tonteos con las drogas? ¿Mi primera experiencia con un universitario guapo? Estaba listo para todo eso.

Cuando llegué a mi habitación de la residencia estaba un poco nervioso; aún no sabía nada sobre cómo funcionaba aquel lugar y además tendría que compartir habitación con un completo desconocido.

–Buenas...–abrí la puerta con cuidado

–Buenos días.–me recibió la voz más profunda que jamás había escuchado

Y ahí estaba Ray, con su pelo negro perfectamente arreglado, su ropa de marca y su cara de «soy un niño rico y podría comprar esta universidad si quisiera pero no lo hago». Teniendo en cuenta mi pelo rojo llameante, el pendiente en forma de cruz que se balanceaba en mi oreja izquierda y mi chaqueta de cuero con tachuelas...parecíamos de dos mundos distintos.

Moan in lavenderDonde viven las historias. Descúbrelo ahora