Golpe de suerte

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Adrien se repetía una y otra vez que todo había terminado. Se podía ir despidiendo del hermoso tiempo que alguna vez hubiese podido compartir con Nathaniel. Seguro ya no dejaría que se acercara a Gustave, en un inicio hasta pensó que ese pequeño sería adorable (lo cual fue hasta que le hizo pasar por tanta preocupación). Pero ahora, sus pasos lo llevaban a su perdición, lo más lento posible.

Caminar de la Plaza de la Concordia hasta el museo del Louvre no era gran problema, estaba a unos quince minutos de allí a buen paso. Pero no era lo mismo a lo que había imaginado. No podría llegar a la hora como un vencedor, donde Nathaniel estaría saliendo del taxi y los vería con una gran sonrisa después de un día pesado en el trabajo.

Eso pensó hasta que, en un impulso por ser aún más dramático, levantó la vista dispuesto a despedirse del obelisco que se erguía cruzando la calle, a la mitad de la gran plaza. Pero antes de poder voltear sobre su hombro para decir su adiós al mundo, unas risas infantiles y una cabellera pelirroja le hicieron dejar todo su teatro. Un pequeño sobre los hombros de un muchacho reía, su transporte corrió para cruzar la calle rápidamente. Y justo detrás les venía siguiendo una muchacha con cabello castaño, no pudo verificar que eran ellos hasta que entre sus risas y ajetreo uno a uno voltearon por unos segundos a donde él se encontraba parado. Dos pares de ojos amarillentos le miraron, apenas reparando en él. Pero un par de orbes esmeraldas se quedaron quietas, puestas en él. La sonrisa del niño no se desvaneció, hasta se hizo más grande.

Segundos después su mirada esmeralda bajó a la mata de pelo de quien le tenía en sus hombros. Posteriormente el niño tocó el suelo. Y luego lo que Adrien supo fue que tenía una suerte tremenda. Seguramente alguien lo había planeado así, para que se preocupara como nunca y viera sus errores más atentamente.

—Ey, monsieur Blonde. Qué bueno que aparece.

El pequeño Gustave se le acercó, a pesar de que se detuvo en el último instante. Si Adrien hubiese sido su padre, el pequeño se le habría lanzado encima. Una sonrisa inocente adornaba su infantil rostro. Adrien suspiró de alivio. Se acuclilló, quedando a su altura (tal vez un poco alto igualmente). Adrien no pudo devolverle la sonrisa, sino que optó por envolverle en sus brazos.

— ¿Dónde estaban? Me dieron un susto de muerte. ¿Me odian tanto como para hacerme sufrir así?

Los ojos Gustave casi se ponen cuadrados por la sorpresa. Tardó unos segundos en procesar todas las palabras que había pronunciado el señor rubio, y también cómo las había pronunciado. Podía apenas ser un niño, podía tener menos de una década de vida, pero algo en su interior se removió haciéndome sentir fatal por irse, entendiendo que había hecho mal.

Las manos del pequeño se aferraron al abrigo que el mayor llevaba.

—Lo siento. —Su voz fue amortiguada por el hombro del mayor—. Yo no pensé que...

Adrien se separó. Su abrazo no fue mucho más que casi un apretón al aún pequeño cuerpo del menor.

Gustave pudo así ver los ojos del mayor. Éstos estaban reflejando varias cosas, como miedo y alivio, como alegría y algo de enfado. Y Gustave supo que todo era su culpa. Su instinto de meterse en problemas le había separado del mayor, no planteándose en absoluto lo que a él le pasaría. Fue afortunado que los hermanos se dieran cuenta y de verdad le persiguieran.

El pequeño desvió su mirada hasta el suelo.

—Lo siento.

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