2

668 42 22
                                    

✾✾✾

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

✾✾✾

Macedópolis, una de las siete ciudades destacadas en el hemisferio norte del fascinante continente de Pérgamo, se alzaba como un impresionante enclave urbano. Su entorno rebosaba de exuberante vegetación, aunque la biodiversidad animal era escasa, y un imponente lago se extendía al suroeste de la ciudad. Con una población que rozaba los veinticuatro millones de habitantes, Macedópolis se erigía como un oasis de paz y autonomía, donde cada individuo tenía la oportunidad de encontrar la felicidad si así lo deseaba. La pobreza era prácticamente inexistente y la tasa de mortalidad extremadamente baja. Gracias a los avances tecnológicos en medicina, la esperanza de vida promedio oscilaba entre los doscientos y trescientos años, permitiendo a sus habitantes gozar de una juventud prolongada, aparentando la mitad de su edad cronológica. Aunque persistían enfermedades de baja incidencia, su erradicación total se resistía.

La oscuridad se adueñaba de la ciudad mientras caía la noche. Las imponentes industrias permanecían en silencio, y un casi absoluto sosiego envolvía cada rincón. Las personas se resguardaban en sus hogares, temerosas de lo desconocido, y solo las luces de los rascacielos en el centro de la ciudad se alzaban como testigos de su vitalidad constante. Era el corazón mismo de Macedópolis y, por ende, su brillo no podía extinguirse, ya que en casos de emergencia, una porción de la energía térmica se destinaba específicamente a esa zona.

Alfred, residente de la zona norte de la ciudad, donde residían las comunidades más acomodadas, irrumpió en su hogar con un amable saludo nocturno. Sin embargo, el eco de su voz quedó sin respuesta en el vestíbulo, y una sensación inquietante lo invadió.

Traspasó el umbral y se adentró en la sala de estar, donde las luces se encendieron automáticamente. Sí, había electricidad. El ocupar altos cargos conllevaba ciertos privilegios. Su hogar era una residencia de lujo, inteligente en todos los aspectos. Si la temperatura descendía, el clima se ajustaba automáticamente para brindar calidez, y viceversa. Pero más allá de la comodidad, cuando alguien experimentaba fiebre u otra dolencia, la casa activaba una llamada de emergencia hacia un robot de primeros auxilios, el cual acudía en cuestión de minutos. Cámaras térmicas dispersas por toda la vivienda también monitoreaban el estado de ánimo.

La atención de Alfred se desvió hacia el televisor encendido en la sala de estar, aunque nadie parecía estar prestando atención a la pantalla. Decidió continuar su camino hacia la escalera cuando, justo en el momento en que iba a dar el primer paso, su esposa emergió desde el extremo opuesto, sorprendiéndolo gratamente.

—¡Hola, cariño! —exclamó ella, tomando a Alfred desprevenido.

Vestida con un pijama de color lila y un camisón blanco que le llegaba hasta las rodillas, Anna, con sus ciento treinta y ocho años, era un poco más alta que Alfred. Su cabello negro caía hasta la cintura, y sus ojos claros la convertían en una mujer sumamente atractiva. Sus amigas solían decirle que, en términos de belleza, Alfred no llegaba ni a sus tobillos. Anna, modesta por naturaleza, se abstenía de comentar al respecto, pero le resultaba bastante divertido.Bajó rápidamente las escaleras y le dio a Alfred un beso alentador, a lo que él respondió con una sonrisa fatigada, evidenciando su cansancio.

—¿Cómo estás? —le preguntó él, pero antes de que ella pudiera responder, él lanzó otra pregunta, frunciendo el ceño y ladeando la cabeza—: ¿Por qué está encendida la televisión si nadie la está viendo?

—Bueno, ya estoy aquí para verla —respondió ella, mirándolo fijamente.

Alfred sonrió y le dio un beso en la frente mientras la abrazaba por los hombros.

—Voy a quitarme este uniforme —dijo mientras comenzaba a subir las escaleras—. Hoy ha sido un día agotador y quiero deshacerme de él de inmediato.

—¿Cómo va la reparación de la planta? —preguntó ella, deteniendo los pasos de Alfred.Alfred se giró y la miró, aunque su sonrisa se desvaneció brevemente de su rostro.

—Te lo contaré todo en la cama, pero por ahora te adelanto que no hay buenas noticias...


✾✾✾

✾✾✾

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
ROMY MORGAN ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora