31. Remedios.

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Apenas podía ver nada. Había tan solo un poco de luz que venía desde la calle y entraba por mi ventana iluminando su espalda. Solo podía sentir como Aitana dibujaba en mi pecho, su respiración sobre mi clavícula y su tarareo despreocupado. Era paz. Aproveché el brazo sobre el que ella se había acurrucado para acariciar su piel con delicadeza. Dejé un beso en su frente y me recosté en el colchón de nuevo.

- ¿Seguro que tienes que irte por la mañana? - preguntó haciendo un puchero y apoyando la mitad de su cuerpo sobre el mío. La sentía fría, así que la envolví mejor con el edredón.

- Es muy temprano. Volveré sin que te hayas despertado siquiera. - respondí acariciando su mejilla.

- Pero yo quiero ir contigo.

- Hoy has dormido poco por el viaje. Estás cansada. - le recriminé. - Sería mejor que aprovecharas para recuperar horas de sueño.

- Prefiero aprovechar esas horas para estar contigo. - me miró de aquella forma en la que sabía que podía decirme lo que quisiera. - Por favor. - con sus ojos de corderito degollado fue dejando besos desde mi pecho hacia mi cuello.

- Ya veremos. - sentencié riendo.

- Luiiiiis. - se quejó. Me mantuve impasible y ella me sonrió con malicia. - De acuerdo. Pues me voy a duchar. - acto seguido se levantó y corrió hacia el baño envuelta en el edredón de mi cama. Antes de que pudiera reaccionar me vi destapado en el centro de la cama y con las cortinas de mi habitación completamente descorridas. Distinguí entonces a la señora tan cotilla que tenía como casera que se dirigía a colgar la ropa en la ventana de enfrente.

- ¡Mierda, Aitana! - grité dejándome caer rápidamente a un lado de la cama para que no pudiese verme. - Acaba de aparecer Remedios.

- ¡Pues ponte la ropa! - rió desde el baño.

A los pocos segundos empecé a oír el ruido de la ducha. Resignado, empecé a reptar por el piso intentando permanecer fuera del ángulo de visión de Remedios. Mi piel no resbalaba por la madera y en ocasiones emitía un sonido chirriante que hacía reír a Aitana, intuyendo lo que estaba pasando fuera. Conseguí alcanzar finalmente una toalla y me la anudé a la cintura. Aunque seguía desnudo, la sensación de estar ante la visión atenta que la casera siempre tenía para saber lo que estaba pasando en su piso, cambiaba drasticamente.

- ¿Quieres pedir algo de cenar? - pregunté a Aitana cuando paré de oír correr el agua. Aproveché el tiempo que demoró en contestar para buscar unos calzoncillos y una camiseta.

- ¿No tienes nada en la nevera? - salió del baño envuelta en una toalla y, sin necesitarlo más, devolvió el edredón a la cama.

- No lo sé. Hace bastante tiempo que no como en casa. - me rasqué la nuca.

Aitana se puso un pantalón flojo de chándal que siempre usaba para andar por casa y una sudadera y me acompañó a la cocina para asegurarnos de que no había nada que llevarse a la boca.

- A ver, a ver... - dijo mientras buscaba en el fondo del congelador entre bolsas y bolsas de cubitos de hielo. - ¡Bingo! Una caja. - la sacó como pudo y su cara se iluminó al ver lo que contenía. - ¡San Jacobos! Genial, dios mío. Hace tanto que no me como uno... La dietista que Marcos me ha puesto no me deja tomarlos.

Arrebaté la caja de sus manos y la observé con detenimiento mientras ella revoloteaba por la habitación esquivando las encimeras y repitiéndose continuamente lo buenos que estaban los san jacobos.

Reí al ver por qué no me sonaba haberlos comprado y Aitana frenó en seco su bailecillo para mirarme con recelo.

- Están caducados. - lo miré de nuevo. - Caducadísimos.

Tú no te Irás.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora