Día veintitrés: La venganza

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−¿Estará vivo? –Victorio está de brazos cruzados con medio cuerpo asomado en la entrada del living de su casa. Peter está acostado en el sillón que convirtió en cama. No porque se convierta en cama, sino porque él arrastró un par de frazadas y almohadones para hacerlo más mullido.

−Está respirando –le responde Candela con obviedad, parada a su lado y con una taza de café en mano– ¿A qué hora llegó?

−Alrededor de las nueve de la noche. Te perdiste una gran conversación.

−La próxima voy a tener que abandonar mi trabajo para sentarme con ustedes a discutir sobre el amor –y él no sabe si está siendo irónica o qué. Nota de autora: sí, Victorio– ey... −con una mano mueve el pie de Peter.

−¿Qué haces? –Victorio se asusta.

−Lo despierto.

−Dejalo que duerma, vas a despertar a una fiera y después el que tiene que bancárselo soy yo.

−Te escuché, Victorio –le responde Peter con la cara hundida en un almohadón blanco. Entonces gira todo el cuerpo hasta quedar boca arriba– los escuché a los dos y sí, sigo vivo –y tiene que parpadear un par de veces para lograr nitidez– hola, Cande.

−Hola –pero ella se sienta en el brazo del sillón, cruza las piernas, toma un sorbo de café y no lo mira. Peter mira a Victorio buscando una respuesta y solo consigue un movimiento de hombros.

−¿Qué pasó?

−¿Querés que empiece a enumerar?

−No, ya me lo hicieron ayer –dice y se levanta– pensé que ya se te había pasado el enojo. O al menos pensé que siendo mi mejor amiga ya no me ibas a seguir castigando.

−No intentes usar el rol de nuestra amistad para persuadirme, Juan Pedro –lo apunta con un dedo y los ojos chinos del sueño, pero él se ríe y después bosteza– y si quiero enojarme en cuotas, me enojo ¿okey? –y él asiente.

−Decile que sí porque sino también la tengo que escuchar yo –agrega Victorio– a todos tengo que escuchar yo. ¿Qué hice para merecer esto...? –y todo lo dice a medida que se va alejando.

−¿Cómo estás? –le pregunta después de un rato.

−Bien, qué se yo...

−Vico me contó algo de lo que pasó ayer. Y no la juzgo, como tampoco te juzgo a vos... pero entendela.

−Es lo que estoy haciendo –y ella le sonríe un poco porque él es todo corazón– perdoname por caer en tu casa pero no tenía ganas de quedarme solo. La cabeza me iba a maquinar a mil y necesitaba hablar con alguien.

−No tenés que pedir permiso para venir a nuestra casa. Hubiera estado buenísimo que no se coman el budín de pan que me trajo mi mamá y del que no probé ni un bocado –lo acusa sin culpa.

−Quizás también estaría buenísimo que dejes de trabajar hasta tan tarde –y antes de que pueda refutarle algo, le roba la taza de café para hacer fondo blanco e irse caminando ligero a la cocina.

Cuando Eugenia toca timbre en la casa de Lali, el que le da la bienvenida es Beto que tiene unas ojeras bastantes pronunciadas porque estaba durmiendo. Le da un abrazo paternal y le pregunta si quiere que le sirva algo, pero Eugenia conoce esa casa como la palma de su mano, entonces le pide que regrese a su cama que ella va a encargarse de todo. Primero va al baño a hacer pis y después visita la cocina para buscar en la tercera puerta de la alacena un par de paquetes de galletitas. Agarra las que son rellenas de crema y también prepara dos leches chocolatadas en vasos largos de vidrio. Porque en algún lado hay una ley que dice que la leche chocolatada se toma fría en vaso de vidrio. Apila las galletitas en un platito pequeño, se cuelga un repasador en el hombro y acomoda todo simétricamente en una bandeja para que no pierda equilibrio y nada termine reventando en el suelo. Sube al primer piso respetando los escalones de uno en uno y entra a la habitación de Lali sin pedir permiso y empujando la puerta con la cola. En otras oportunidades lo hizo con la panza pero ahora no podía por culpa de la bandeja. Entonces sube al entrepiso y Lali está despierta y acostada en su colchón viejo.

TREINTA DÍAS - 2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora