Especial: Cábalas son cábalas

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Dieciocho de diciembre. Domingo. 09:45 AM. Peter abre la Editorial. Detrás de él espera Lali con la remera de argentina anudada a la cintura y presionando la canasta con las piernas. Le acomoda el sombrero de arlequín celeste y blanco que Santino intenta ponerse en la cabeza porque la otra mano la tiene ocupada sosteniendo la correa de Quinoto. Bruna masca chicle con el pelo atado en dos trenzas, un cachete pintado con la bandera y la cabeza inclinada hacia atrás porque está mirando como los vecinos de los edificios de la cuadra de enfrente salen a sus balcones para saludarse entre sí, desearse suerte o agitar alguna matraca con ansiedad. Sacude una mano cuando una señora sale de su casa, con la escoba lista para preparar hasta la vereda, y la saluda. Peter les pide entrar mientras sostiene la puerta de vidrio. Lali le sonríe y le hace un mimo en un costado de la cara, pero él solo exhala y espera a que sus hijos (y perro) entren corriendo para cruzar ese hall decorado de celeste y blanco desde el primer día que inició el evento deportivo más grande del mundo. Sí, ya sé, no es necesario que digas nada ni que mires de reojo. Ésta vez no voy a hacer ningún tipo de introducción. Es lo que hay. Son los momentos que vivimos. Es el público que exige. Es la adrenalina de éste país efervescente que frente al éxito futbolístico lo adopta como propio porque cualquiera que lleve nuestros colores en representación del país, lo vamos a arengar hasta que la mitad del mundo nos odie por engreídos e insoportables. Pero lo aceptamos. Y mientras lo aceptamos, seguimos festejando e inventando canciones. Pero antes de continuar, vamos a retroceder unos días atrás porque yo tampoco tengo la culpa de que tengas que abrir la editorial un domingo, negro.

Dieciséis de diciembre. Viernes. 22.45 PM. Peter leía un libro en el sector que le corresponde en su cama matrimonial. Bruna no hizo ruido para entrar porque estaba descalza, pero él la notó porque su pijama amarillo brilla hasta en la oscuridad.

—Tomá, pá. Te traje un licuado —caminó sosteniendo el vaso de vidrio con las dos manos porque era grande y el líquido llegaba hasta el borde—. Es de banana y le puse mucho hielo como te gusta.

—Gracias, Bru —él cerró el libro y agarró el vaso. Probó un poco de la bombilla y después levantó un dedo marcando la perfección—. Está buenísimo. ¿Hiciste para todos?

—Sí —subió a la cama y se sentó a su lado. Agarró el libro y leyó el título. Después lo volvió a dejar en sus piernas y dejó caer la cabeza en su brazo.

—¿Estás bien?

—Sí.

—¿Estás cansada?

—Un poco. Hoy entrenamos un montón —explicó brevemente. Es que Bruna estaba cumpliendo un año jugando al vóley en el mismo club en el que Santino juega al básquet y en el que Rufina hace natación—. ¿Mamá se enojará si duermo con ustedes? —y él esbozó una sonrisa.

—También deberías preguntarme a mí.

—Vos nunca te enojas, pá.

—Está bien, dormí con nosotros —por favor, la debilidad—. Después me encargo de mamá —Bruna sonrió victoriosa y esperó algunos segundos a que él continúe con la lectura del libro. Después de que cambió de hoja por segunda vez, decidió hacerlo:

—Pá, ¿te puedo preguntar algo?

—Siempre.

—¿El domingo podemos ir a ver la final a la Editorial? —lo hizo rápido para no darle tiempo a actuar, pero Peter dejó de leer, levantó la cabeza y se volteó despacio a mirarla. Ella le sonrió mostrándole todos los dientes porque necesitaba continuar cumpliendo su rol de hija que todo lo consigue.

—Bruna, ¿todo esto de recién fue un soborno?

—No, papá. Yo siempre te hago juguitos y te amo un montón... —una pausa—. Pero te voy a amar más si el domingo vamos a la editorial —y él se mordió el labio entre el cansancio y la risa.

TREINTA DÍAS - 2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora