Capítulo 1

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El bullicio de la ciudad era incesante: ricos comerciantes de tabaco trocaban con los pobres pescadores; mercaderes de seda y de joyas hablaban maravillas de sus artículos a las caprichosas damas ataviadas con caras telas; los sastres se preparaban para la nueva temporada exhibiendo las últimas sensaciones de la moda extranjera. Incluso en las calles menos concurridas la actividad no era poca. Apostadas en ambas aceras se erguían tiendas minúsculas cuyos dueños no paraban de invitar a posibles clientes con una insistencia que debería ser ilegal. Muchos de esos establecimientos ofrecían lo mismo: telas y especias del oeste, perfumes del este, productos comestibles del sur y metales y piezas de orfebrería del norte. 

Distrayéndose por un instante, admiró las estrechas franjas de cielo que se asomaban por encima de los edificios de la ciudad y a la gente que se apresuraba a volver a sus casas. Raras veces tenía prisa por regresar. Caminar por las calles principales de la ciudad era una de las pocas cosas que podía hacer y, aunque estuviera acompañado por una multitud, le ofrecía una extraña soledad de la que raras veces gozaba en casa.

—Sé hombre. Hazlo ya.

El comentario de uno de sus compañeros, un chico con el que había estudiado Cálculo, lo trajo de vuelta. En realidad, no estaba paseando. Lo que estaba haciendo era una especie de penitencia por haber perdido una apuesta estúpida. En lugar de hacerle pagar con dinero, sus compañeros habían decidido hacerle pagar con humillación. Y habían escogido muy bien el castigo, oh, claro que sí. Sabían lo malo que era con las mujeres, criaturas que lo ponían inenarrablemente nervioso: tartamudeaba, hacía chistes malos y hablaba demasiado. En una ocasión había ahuyentado a una dándole una cátedra de la mecánica de vuelo de un Langse SDW04.

—Mira, mira —dijo Will—. Esa es más pequeña que tú.

«Con estos amigos, ¿quién necesita enemigos?», se dijo mientras seguía la dirección señalada por el dedo. Sí, era más baja que él. Además de eso, se notaba a leguas que era extranjera. Su cabello era de un rubio casi tan pálido como su piel, lo que la hacía resaltar en el mar de gente morena a pesar de ser tan pequeña. No podía ver los detalles de su cara o su expresión desde tan lejos, pero miraba de un lado a otro del mismo modo indeciso en que un niño perdido busca a sus padres. 

Apretó los puños y respiró hondo antes de acercarse a ella. Hubo silbidos y palabras de ánimo a sus espaldas. A medio camino ella se dio la vuelta, aparentemente decidida, pero se detuvo ante un nuevo ataque de duda. Él también vaciló. La gente de Austreich raras veces era rubia y nunca así de pálida. ¿Qué haría si no hablaba su idioma? 

«Háblale en accadio —se dijo—. Si es rubia, lo más probable es que sea de Accadia. La mitad del mundo lo es».

Era una tarea fácil. Solo tenía que acercarse a ella, saludar con una sonrisa y preguntar si necesitaba ayuda. En accadio. Ningún problema. Pan comido.

—S’ui ammara. —Carraspeó porque la voz le temblaba un poco—. Mon no cuest’ádima.

Ella se dio la vuelta. «Azules». Esa fue la primera palabra que se le cruzó por la cabeza. Sus ojos eran de un azul vibrante bajo las dramáticas sombras dibujadas por el ocaso. Su rostro ovalado, enmarcado en finas hebras de oro, era de facciones cinceladas con delicadeza. Su postura, erguida y solemne, evocaba la de un animal grácil y salvaje, rebosante de la seguridad pasiva de un bello felino.

No fue hasta que un mechón de cabello se salió de lugar para cubrirle un ojo y ella lo devolvió a su sitio con un gesto elegante, parsimonioso, cuando él se dio cuenta de que la estaba mirando de manera descarada. Notó también que ya le estaban sudando las manos, por lo que respiró hondo e intentó calmarse. Su saludo estuvo bien. «Disculpe la descortesía de molestarle». Era un saludo formal usado con gente con la que no se tenía gran familiaridad.

Cazador y presa [Los moradores del cielo #1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora