Maelstrom creció feliz y, gracias a su fuerza, pasó la ceremonia de la hombría a una edad temprana, por lo que pronto se le permitió empuñar una espada de acero y participar en los consejos de guerra. Justo a tiempo para alzarse con la gloria de la batalla, pues Macea y Hatari se habían aliado para impedir que los sonakis se expandieran hacia el norte; atacaban sus caravanas desde hacía meses y rehusaban darles acceso al mar. Cuando los maceos comenzaron a quemar las aldeas sonakis, cesó todo intento de negociación. Los escuderos ataviaron a sus señores con sus armaduras de blasones bruñidos, izaron los estandartes de todas las casas nobles, los guerreros oraron a los dioses y apuntaron al cielo con sus espadas en una promesa de victoria sangrienta.
El consejo de guerra se reunió para trazar sus planes y resolvieron sitiar Hatari en primera instancia, pues aquello les daría acceso a una numerosa flota. No obstante, asediar la ciudad sin deshacerse primero de los guerreros maceos era una locura, ya que podrían sorprenderlos por la retaguardia y quedarían atrapados entre el ejército y la muralla. Decidieron, pues, dividir sus fuerzas en dos, aprovechando el cruce de los ríos para mantener al borde a los maceos mientras caía Hatari.
La labor de guardar el cruce recaía en los príncipes más jóvenes, que, aunque estaban bien entrenados en el arte de la guerra, carecían de la templanza necesaria para llevar a cabo el lento desenlace de un asedio. Es por este motivo por lo que no muchos aprobaron que el rey ordenara a Erision, su hijo mayor ya experimentado en algunas batallas, que permaneciera en el cruce, y a Maelstrom, el menor, que cabalgara junto a él. Fue entonces cuando quedó claro quién sería el próximo rey.
Partieron una mañana despejada, dejando atrás la seguridad de sus nueve muros de basalto y el tañido de las campanas de bronce. Parte del ejército permaneció en el cruce mientras el grueso de las fuerzas marchaba hacia el mar. Lo primero que divisaron fueron las murallas de coquina blanca. Como pudieron constatar los hechiceros, estaba encantada con tal habilidad que llevaría semanas derribarla, y el tiempo corría en su contra: los hataríes recibían suministros desde el mar y, mientras tanto, Erision se enfrentaba a los maceos.
Los arqueros prepararon sus flechas para abatir a cualquier halcón mensajero al tiempo que los demás hombres disponían las máquinas de asedio. Los hataríes se reían desde la altura de sus murallas, sin siquiera molestarse en buscar refugio tras las almenas. Cuando todo estuvo dispuesto, el príncipe Maelstrom se separó de su gente y se encaminó hacia la puerta, protegida por la barrera y por un sólido rastrillo. Los centinelas no se preocuparon siquiera por lanzar una flecha o derramar sobre él una gota de aceite: era un solo hombre, poco más que un niño.
Y aconteció que el príncipe se hincó de rodillas y envió una plegaria a su madre. Esta oyó su llamamiento. Maelstrom se alzó con los puños cerrados y, de un solo golpe, destrozó la barrera. Las rocas saltaron de las catapultas una tras otra, dirigidas hacia el mismo punto. La coquina, una piedra que resiste de buena forma el golpe de los asedios más brutales, se quebró y dejó abierta una brecha por la que entraron los hombres de Sonak con su príncipe a la cabeza.
Poco pudieron hacer los hataríes entonces. Llevaban días enteros en tal estado de embriaguez que los soldados ni llevaban puesta la armadura y apenas podían empuñar una espada. Su sangre tiñó de rojo las calles y sus cabezas rodaron de forma sucesiva. Como dictaba la costumbre, el rey desafió al monarca de la ciudad en combate singular, y su hijo menor fue su campeón. Los señores hataríes hincaron la rodilla y juraron lealtad a sus nuevos gobernantes. No tardó en llegar la noticia de que Erision había aplastado al ejército maceo y sitiado la ciudad, que no tardó en sucumbir también.
Ahora Sonak contaba no solo con el hierro de sus montañas y los frutos de su tierra, sino también con el mar y con una flota imponente que les permitiría extender su influencia más allá de las aguas. El rey Lut no habría soñado con perseguir el sol en una campaña de conquista, pues no se debe tentar los caprichos de la suerte y el vigor de la juventud lo había abandonado hacía mucho tiempo. Pero no a su heredero, quien ya se había enamorado de la visión del horizonte azul, del retumbar de los tambores de guerra, de las canciones de victoria. Ahora paladeaba el sabor de una gloria muchísimo mayor, más grande de lo que cualquier hombre hubiera soñado jamás.
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Cazador y presa [Los moradores del cielo #1]
Fantasy«Sarket ya debería estar muerto. Debió haber muerto con su madre al nacer, y cuando se enfermó de neumonía, y cuando los cirujanos cometieron una negligencia al implantar el aparato que ayuda a su corazón a seguir latiendo. Lo cierto es que, por alg...