Capítulo 28

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Pasó horas y horas frente al espejo, siguiendo con la mirada todas y cada una de las líneas que constituían su rostro: su frente, sus cejas finas, su nariz recta y delgada, su mandíbula, no tan fuerte como la de su padre o la de su hermano... Ahí estaban sus ojos ambarinos; según decían, idénticos a los de su madre. 

Se miraba y se decía a sí mismo: «Este soy yo, este soy yo, este soy yo...», pero se negaba a aceptarlo. Algo faltaba o estaba de más. «Algo está mal», esa fue la conclusión a la que llegó tan pronto como los dedos luminosos del amanecer comenzaron a arrastrarse por el suelo, cada vez más largos. 

Se sentó en la cama y se obligó a rememorar todo aquello que lo hacía quien era, mas le fue imposible siquiera arañar la superficie del amasijo indeterminado que ahora eran sus recuerdos. También estaban los de Selene, presentes a través de un hilo del que podía tirar si le placía, pero no se atrevió. Si apenas podía entender su propia mente en ese momento, ¿cómo podía esperar entender la de Selene?

Así que aguardó, permitiendo que las horas se alargaran una tras otra y mirándose al espejo sin apartar los ojos. Y rezó. Rezó por que un ente maligno saliera de su cuerpo, devolviéndole así a su estado natural. «Algo está mal». Sí, algo estaba mal. Era un hormigueo bajo su piel, un sabor amargo en su boca, un zumbido retumbante en sus oídos. 

Apartó la mirada de su reflejo al oír un golpe en la puerta. Por el resquicio se asomó un rostro anguloso. «Emmerich»; lo reconoció porque en la ceja derecha tenía una cicatriz, un viejo trofeo de una pelea. 

—Eh, primo. —Emmerich se aclaró la garganta—. ¿Cómo andas? ¿Mejor? 

Sarket tardó en contestar, dedicando unos largos segundos a observar el rostro de su primo. Por más que lo miró, no encontró nada fuera de lugar; nada había cambiado desde el Nudiaderim. Él sí. «Algo está mal conmigo». 

—¿Te animas a dar un paseo? —preguntó una voz tras la puerta. Era Diatrev, que estaba en el pasillo. 

—Has estado demasiado tiempo encerrado —aseveró el otro. Sarket se miró al espejo una última vez antes de decidir que se volvería loco si seguía observando su propio reflejo. 

—Sí, vamos. —Se obligó a sonreír y se incorporó. Sus piernas hormiguearon cuando apoyó todo su peso en ellas, pero no se tambaleó ni hubo de apoyarse en nada para mantener el equilibrio. Era solo que no había caminado mucho desde que despertó, tres días atrás, sin la más mínima idea de lo que estaba pasando. 

Siguió a sus primos por el pasillo sin prestar atención al rumbo que seguían sus pies. El mundo que mostraban las ventanas era un manto blanco que reposaba sobre las ramas desnudas de los árboles. Todo era quietud y silencio, un hipnótico caer de perezosos copos de nieve. 

En aquel silencio, se percató de que sus pisadas se habían sincronizado con las de Emmerich y Diatrev. Los tres caminaban al mismo ritmo, como siempre ocurría. Solo que faltaba algo… el sonido de otros pasos, la presencia de una persona que solía andar con una mirada despreocupada, una sonrisa relajada y las manos en los bolsillos.

Se detuvo de golpe. Sus primos se dieron cuenta de inmediato y giraron la cabeza al mismo tiempo. Sus expresiones delataban que ya sabían qué iba a preguntar.

—¿Dónde está Will? —Los gemelos se mantuvieron inexpresivos por un instante antes de agachar la cabeza. Ninguno sabía cómo contestar a esa pregunta. Sarket sintió que todo el color abandonaba su cara; sus manos comenzaron a temblar, y no de frío. Preguntó de nuevo, esta vez en un tono imperioso—: ¿Dónde está Will?

Sarket no dejó que contestaran: veía en sus rostros una respuesta que no estaba dispuesto a aceptar. Retrocedió un paso, como si ellos representaran una amenaza, una pesadilla que no debía escapar al mundo real, y se dio la vuelta con el propósito de buscar a la única persona capaz de alterar la gran certeza que gobernaba sobre la vida con mano de hierro. 

Cazador y presa [Los moradores del cielo #1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora