Mucho antes del hombre, Fraer engendró todo lo que vive y ordenó a Sus hijos que poblaran la tierra, los mares y los cielos, y Su obra le obedeció. La hierba emergió de la tierra y las flores se abrieron paso. Los árboles crecieron y sus copas se tornaron frondosas como las nubes en lo alto. En los mares, las algas y los corales aparecieron por vez primera.
Entonces nacieron las bestias y obedecieron las órdenes de Fraer también. Crecieron, se diversificaron y proliferaron. Se hundieron en los mares, dominio de Oríeme, y este se deleitó con ellas. Poblaron la tierra, donde Bashe era rey, y este también se deleitó con ellas. Surcaron los cielos, donde Khun era señor, y también se deleitó.
Viendo que la obra de Fraer era hermosa, descendieron otros dioses y habitaron sus cuerpos. Se aparearon para mejorar las especies y produjeron hijos superiores. Las bestias crecieron en fuerza e inteligencia. Así fue como nacieron los kasidhe, los tigres de mil colas, los sabänderan, los reptiles alados, y los jialung, las serpientes marinas.
Entre los reyes de los dioses había uno que en los albores del mundo intentó crear algo tan hermoso como las obras de sus hermanos, mas encontró que poseía un defecto que lo hacía incapaz de producir por sus propios medios. Todo lo que provenía de él se deshacía y cuanta vida tocaba era marcada de forma perversa por su aura ominosa. Se dedicó entonces a deshacer las obras de los demás, derribando las montañas que erigían, oscureciendo los cielos que aclaraban, desbordando los mares que llenaban y desfigurando las criaturas que engendraban. Hrunt’Ozoth, lo llamaron algunos, el que corrompe.
A través de Hrunt’Ozoth nacieron los parásitos y las pestes, así como las bestias deformes y las quimeras abominables. Pero de todas sus perversiones, el hombre fue la peor, pues se desviaba de la orden de Fraer y dejaba cicatrices por donde pisaba: derribaba árboles para quemar su madera, horadaba montañas para obtener sus tesoros y ensuciaba los ríos y mares con sus desperdicios.
Al principio, los moradores del cielo dejaron en paz a los humanos, aunque los despreciaban.
Sin embargo, los nuevos seres eran prolíficos. Cuando se supieron muchos, declararon la guerra a las bestias más amadas. No tenían colmillos ni garras, pero sí armas mortales que habían fabricado con su propio intelecto. Iracundos, los dioses volcaron su odio sobre ellos. Derribaron los hogares que habían erigido, hundieron los barcos que habían surcado el mar, desataron sobre ellos tormentas que los arrancaron de la tierra. Los llevaron al borde de la extinción, pero Fraer intercedió por ellos, pues toda la vida provenía de Ella, y apaciguó a sus hermanos.
Los dioses prohibieron a Hrunt’Ozoth tomar un cuerpo nuevamente, no fuera a ser que corrompiera una criatura más, y lo exiliaron más allá de los confines del mundo, un lugar en el que la oscuridad se extiende hasta donde alcanza la vista. Incluso en su prisión sombría la marca del dios de la corrupción impregna la tierra. No hay vida allí, sino que mana fuego de las heridas que Hrunt’Ozoth causó al debatirse en su encierro. Los hombres llamaron aquel lugar maldito Hronmugard, pero ni el más osado habla de él ni piensa en él, a menos que Hrunt’Ozoth haya infectado sus corazón.
Los dioses se apaciguaron entonces y vieron a los humanos con nuevos ojos. Eran una ofensa, mas su intelecto e imaginación eran únicos en toda la creación. Creyeron, en su inocencia, que la maldad de Hrunt’Ozoth podía ser purgada. Descendieron y habitaron sus cuerpos también, y les concedieron hijos de gran poder: nacieron los hijos de Baskerab, el que canta, y sus baladas todo lo recuerdan; nacieron los hijos de Hádime, el que busca, y con su gran inteligencia desvelaron muchos secretos; nacieron los hijos de Sonabi, el que forja, y sus hijos trabajaron el metal de muchas maneras; nacieron los hijos de muchos otros, muchos de los cuales no han sido vistos en mucho tiempo.
Sus hijos crecieron y se convirtieron en los primeros reyes de la humanidad. De estas alianzas entre hombres y dioses se habla mucho en los libros sagrados, pero sin duda alguna la leyenda más contada es la del rey Maelstrom.
Una noche descendió un dios, pues deseaba tomar un cuerpo humano. Esa noche nacieron dos niños. El primero era un niño precioso de ojos miel y sonrisa radiante, de fuerza formidable y cólera terrible. Era el hijo de Lut, descendiente de Sonabi y rey de Sonak, que había seducido a Linei la Fuerte, y esta le había concedido un niño. A medianoche, el niño despertó. Hallándose solo, rompió las paredes de su cuna de lifal, la madera más fuerte del mundo, y su padre lo encontró llorando en el suelo cuando acudió a él. La siguiente noche los sirvientes le llevaron una cuna de hierro, pero nuevamente el niño despertó a medianoche, rompió la cuna y fue hallado llorando en el suelo. La tercera noche, los sirvientes trajeron una cuna de wolframio, que el niño abolló pero no pudo romper. Orgulloso, su padre declaró que sería un hombre fuerte y que sacudiría los cimientos del mundo.
El segundo era igualmente hermoso, de mirada oscura y aguda. Era hijo de Hakobach, jefe de Nírida y descendiente de Áldima, hijo de Fraer. Cuando su padre lo presentó a un chamán extranjero, este reconoció en sus ojos la chispa del conocimiento, y cuando conectó su mente a la de él sondeó un vasto océano de saber. Viendo esto, el chamán le preguntó muchas cosas y el niño las contestó todas comunicándose de manera exquisita. Maravillado, el chamán afirmó que sería un hombre sabio y sacudiría los cimientos del mundo.
El primero fue llamado Maelstrom, señor de los guerreros. El segundo, Kiretach, maestro del saber. Uno de ellos es mortal y el otro es un dios. Y he aquí la primera pregunta: ¿quién sacudirá los cimientos del mundo? ¿El hombre o el dios?
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Cazador y presa [Los moradores del cielo #1]
Fantasía«Sarket ya debería estar muerto. Debió haber muerto con su madre al nacer, y cuando se enfermó de neumonía, y cuando los cirujanos cometieron una negligencia al implantar el aparato que ayuda a su corazón a seguir latiendo. Lo cierto es que, por alg...