El invierno era la época más intensa para las artes escénicas por el simple hecho de que no había nada más que hacer. Avanzada la tarde había obras de teatro y conciertos, y por las noches se encendían fogatas en las plazas. Los artistas itinerantes tocaban, actuaban y entretenían. La gente se subía a los techos más altos, oía un sinfín de notas y veía el titilar de los fuegos lejanos.
Aquel invierno era menos alegre y el aire estaba cargado de tensión. Había policías en cada acera, recordatorios silenciosos de un peligro que atacaba sin aviso. Incluso con la presencia policial, solo un puñado de gente, en su mayoría borrachos y prostitutas, permanecía en las calles después del anochecer.
Sin embargo, la pesadez desaparecía con el advenimiento del Nudiaderim, el Festival de las Dos Lunas. Todos los días llegaba más y más gente de los pueblos circundantes para disfrutar del maravilloso espectáculo orquestado de fuegos artificiales. Los hoteles y las posadas estaban a tope. En las tabernas se servía cerveza día y noche.
La mañana del Nudiaderim amaneció nublada y hacía mucho frío. Aun así, los cuatro chicos fueron a la Plaza de Grehim a las seis de la mañana. Incluso a esa hora ya había gente esperando, por lo que no pudieron hallar un lugar cercano al centro y hubieron de contentarse con un sitio casi en la periferia. Ahí se quedaron, sin moverse más de unos pocos pasos, no fuera a ser que acabaran por quitarles el puesto. Al menos tres de ellos tenían que quedarse clavados mientras uno iba a un baño atestado de gente o compraba comida en alguno de las decenas de tarantines apostados a ambos lados de las calles. El aire olía a nieve sucia, gasolina y fritanga.
A pesar de la impaciencia, hablaban animadamente y se movían en su sitio para combatir la gélida mordedura del invierno. El tiempo pasó despacio, pero por fin comenzó a oscurecer y todos se pusieron unas máscaras negras que apenas les dejaban visión, un símbolo de una época oscura en la que la civilización no tenía luz que le guiara en la noche. Cuando el sol se ocultó en el horizonte lejano y sus últimos rayos dejaron de teñir el cielo con los colores del atardecer, sonaron las campanas del templo y el alto sacerdote salió al balcón frontal seguido por sus discípulos; cada uno de ellos portaba una antorcha.
El sacerdote, convertido en un auténtico esqueleto viviente tras una semana de ayuno, aunque todavía imponente en sus vestiduras, paseó una mirada solemne por la multitud y los pocos que todavía hablaban callaron. Entonces abrió los brazos y su voz poderosa retumbó a través de la ciudad.
—Por cientos de años, el hombre ha podido salir de su morada en la noche sin temer perderse, pues siempre hay una luna velando por él y las estrellas están ahí para guiarle. Mas no siempre fue así.
»Hace mucho tiempo, cuando el rey loco partió el mundo en dos, los dioses castigaron al hombre quitando todas las luces nocturnas del cielo y hundiendo la tierra. De día podían ver, pues Grehim no los había abandonado, y podían huir; pero de noche no había luz guía y caía una bruma muy densa, por lo que se perdían en la oscuridad y el mar se los tragaba.
De inmediato, los discípulos apagaron sus antorchas de una forma tan rápida que Sarket solo pudo atribuirlo a la magia, y las luces de los postes y farolas se extinguieron de golpe, dejando solo el tenue y menguante resplandor de las bombillas. Sarket se acercó las manos al rostro y constató que no podía ver nada. Estaba perdido en un mar de gente.
—De este modo vivimos durante la Era del Gran Mar, hasta que ocurrió un milagro. —Aguardó a que el eco de su voz muriera para proseguir—. Caminaban un hombre y su mujer encinta con el mar tras ellos y la tierra temblando a sus pies. La mujer estaba en labor de parto ya, mas no podían hallar un lugar donde reposar siquiera. Entonces, a lo lejos, vieron una montaña alta y sólida que el mar nunca podría tragar, y lograron subir lo suficiente para que la mujer alumbrara a dos niñas preciosas: una de cabellos dorados como el sol y ojos azules como el cielo, y la otra de cabellos negros como la noche y ojos rojos como el fuego.
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Cazador y presa [Los moradores del cielo #1]
Fantasía«Sarket ya debería estar muerto. Debió haber muerto con su madre al nacer, y cuando se enfermó de neumonía, y cuando los cirujanos cometieron una negligencia al implantar el aparato que ayuda a su corazón a seguir latiendo. Lo cierto es que, por alg...