Muchas historias narran las innumerables maravillas de Sonak. Los eruditos afirman que sus paredes estaban hechas de oro y que el palacio era un gigantesco diamante tallado. Son exageraciones, variantes que se producen con el paso del tiempo. No había minas de oro ni de diamante cerca de Sonak, sino de hierro celeste, con el que sus herreros forjaron las espadas del mejor acero que haya visto el hombre; las batallas más arduas no hacían mella en su filo ni se quebraban ante los embates de las armas enemigas. A base de tajos y cortes, los sonakis expulsaron a las demás gentes de las fértiles tierras elevadas y erigieron su capital entre los riscos empinados de Khut.
En pocos años se alzó la primera muralla en torno a su ciudad. Cuando esta creció, construyeron otra a dos kilómetros de la primera. Cuando ese espacio se llenó, erigieron otra más, dos kilómetros más allá de la segunda, y así hasta llegar a la novena. Nueve muros de sólido basalto negro que celaban las espléndidas casas de techos rojos y las magníficas torres que, cual agujas, atravesaban el cielo, así como los níveos templos cuyas campanas de bronce no dejaban de tañer en un maravilloso estrépito: campanadas con la suavidad del viento, campanadas con el clamor del trueno, campanadas con la gentileza de una caricia.
¡Ah, majestuosa Sonak, una joya entre las ciudades! Lo que daría por volver a verla, por subir a sus torres blancas, por beber de sus fuentes, por oír el imperecedero canto de sus campanas. ¡Y por ver el palacio! Una maravilla tallada en la montaña cuyo interior relucía con joyas incrustadas.
El ignorante pensará que los sonakis eran solo unos despilfarradores con gustos hedonistas, pero eso es solo porque el verdadero ignorante no es más que un pobre diablo que no reconoce la verdadera belleza. La verdadera belleza no está en la obra, sino en el proceso que lleva a su creación. Y en eso los sonakis eran unos artistas. ¡Con qué empeño erigían sus edificios! ¡Con qué entusiasmo pintaban sus obras! ¡Con qué dedicación esculpían sus estatuas!
No hay criatura, divina o mortal, que pueda siquiera pensar por un momento que los sonakis eran gente con suerte. Destacaban porque se esmeraban en lo que hacían, y cualquiera podría ver la belleza en ello. Hombres de Estado de otros lugares del mundo entraban a la ciudad y se hacían humildes al ver a los soldados marchando en las plazas, al oír a los músicos tocando en los templos y al beber del vino que brotaba de las fuentes.
Maesltrom nació en esa ciudad bendita como el candidato favorito al trono. ¿Cómo no serlo, si su divina parentela le confería la fuerza de un toro bravío, una sonrisa luminosa y un encanto que no hacía más que crecer con cada sol que despuntaba del este? Y el rey acertó con el nombre que escogió para su hijo, pues los sonakis eran guerreros consumados y apreciaban la proeza en batalla. A los cinco años, el joven príncipe derribó un buey enardecido que había escapado del altar de sacrificios del templo. Dos años después, venció a diez hombres con su espada de madera en una lucha justa.
Era todo un prodigio. Con semejante talento habría sido fácil caer en la arrogancia, pero no, no un sonaki. Era fuerte y disciplinado, y aunado a su portentoso talento natural, se hizo el individuo más amado de todos. Sus hazañas y virtudes no hacían más que enaltecerlo a los ojos de su padre y de la gente que pronto estaría bajo su poder.
Sin embargo, no solo era fuerte, sino también muy inteligente. Bajo la tutela de incontables eruditos, descubrió los secretos de la alquimia, la metalurgia, el runemal y muchas otras ciencias y artes. Estudió y se hizo sabio. A los diez años, se unió al consejo de guerra presidido por el rey Lut y, junto a su padre, ideó una estratagema para acorralar al ejército sidio y hacerse con sus minas de wolframio. Y así, en menos de un mes, Sonak era doblemente rica.
También era un compositor maravilloso y dominaba un instrumento tras otro, arrancando las notas más apasionadas de las cuerdas que rasgaban sus dedos, las más profundas de los tambores que golpeaban sus manos, las más alegres de las flautas que soplaban sus labios... Sin poder evitarlo, la gente lloraba y reía, aplaudía y bailaba.
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Cazador y presa [Los moradores del cielo #1]
Fantasy«Sarket ya debería estar muerto. Debió haber muerto con su madre al nacer, y cuando se enfermó de neumonía, y cuando los cirujanos cometieron una negligencia al implantar el aparato que ayuda a su corazón a seguir latiendo. Lo cierto es que, por alg...