Despertó de golpe, y no por ninguna pesadilla. Se había dormido temprano y la emoción le había dado una descarga de energía que superaba su letargo matutino. Salió de la cama de un brinco y se arregló tan rápido como pudo. Aunque no desayunó, mandó preparar una cesta con pan recién horneado, queso salado, embutidos y vino, pues era imperativo presentarse con un regalo antes de entrar a una casa ajena.
Avisó al mayordomo de que iba a salir, pero este le dijo que el chófer había partido temprano a llevar a Alden, por lo que decidió usar el transporte público; si Alden llegaba antes que él, lo más probable era que asumiera que estaba en casa de Will, y si llamaba, Will lo cubriría. No tenía por qué enterarse de que había salido solo.
Los estudiantes ya no tenían que levantarse tan temprano, así que los girobuses iban relativamente vacíos. Llegó a la 567 en menos de veinte minutos y tocó la puerta con firmeza tres veces; no había timbre. Casi se le cayó la cesta cuando Ēnor le abrió.
—Buenos días —dijo, y en seguida se avergonzó de su acento—. Selene me invitó a venir hoy.
La mujer tardó una eternidad en contestar, y se veía tan poco alegre de verle que Sarket creyó que le cerraría la puerta en la cara.
—Tsai’kireh… informó de ello. Entre, por favor.
Sarket sintió que entraba a otro mundo. Aparte de los ornamentos exóticos y la inmensa cantidad de armas afiladas que colgaban de las paredes, hacía un frío inhumano que atravesaba sus ropas de verano. El alargado vestíbulo estaba conectado a varias habitaciones de las cuales solo una, la más alejada, estaba cerrada. Las otras no estaban delimitadas por puertas, sino por arcos en cortina sobre los que una mano hábil había grabado caracteres complejos que no pudo reconocer. Ēnor giró a la derecha, hacia el comedor, donde le ofreció una silla junto a la mesa de madera maciza.
—Tsai’kireh está dormida. Informaré… llegada.
Le costó entenderla, por lo que cuando finalmente lo hizo, no le dio tiempo de detenerla. Le echó un vistazo a la esquina del comedor, donde las manecillas de un precioso reloj de pie anunciaban que faltaban quince minutos para las ocho. Haber llegado tan temprano era una grosería.
Ēnor regresó pocos minutos más tarde y le preguntó si deseaba algo mientras esperaba. A pesar de que estaba siendo cordial, le daba la impresión de que no le caía bien, pues sus maneras eran deliberadamente lentas y le parecía notar en sus movimientos un claro atisbo de desprecio.
—Sarket —oyó de pronto—, por todos los dioses, ni siquiera son las ocho de la mañana.
Y ahí, bajo el umbral que daba al comedor, estaba su salvadora. Ēnor hizo una reverencia al verla y se apresuró a retirar una silla para ella. «Un cambio radical». Al menos ahora estaría más ocupada atendiéndola.
—Lo siento —dijo en un tono de voz que dejaba en evidencia lo apenado que estaba—. No me di cuenta de la hora. Estaba tan entusiasmado que… solo vine.
Ella emitió un bufido poco femenino y dio cuenta de su plato de cereales, tras lo cual Ēnor le ofreció una botella oscura. Selene hizo acopio de entereza y bebió. Viendo la expresión que puso, Sarket llegó a pensar que era alcohol, pero no dijo nada.
Después de comer y asearse, le pidió que la siguiera. Salieron del comedor a una inmensa sala rectangular de paredes blancas. A juzgar por su tamaño y forma, Sarket dedujo que aquella era la estancia central, cosa que le resultó curiosa porque la decoración era mínima: no había grabados misteriosos ni cuadros que aportaran algo de color; ni siquiera había muebles para sentarse.
Selene caminó hacia el centro. Tras un par de pasos, se abrieron unas puertas de vidrio que él no había notado en un principio, ya que no reflejaban nada. La siguió, intentando no dejar en evidencia su entusiasmo. Cuando hubo entrado Ēnor, las puertas se cerraron. Acto seguido, Selene tocó el cristal con suavidad y numerosas líneas azules de diferente grosor cubrieron la superficie de tal forma que las paredes blancas apenas quedaron visibles.
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Cazador y presa [Los moradores del cielo #1]
Fantasy«Sarket ya debería estar muerto. Debió haber muerto con su madre al nacer, y cuando se enfermó de neumonía, y cuando los cirujanos cometieron una negligencia al implantar el aparato que ayuda a su corazón a seguir latiendo. Lo cierto es que, por alg...