La ocupante de la celda 32

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La entrevista acaba de terminar. El guardia entra y me pide que salga. Trago grueso, me levanto y camino despacio hacia la salida. Volteo y veo que ella se queda sentada con el recuerdo a cuestas y la impotencia tatuada en la frente. Sus manos esposadas se entrelazan, como rezándole a un dios que no la escucha, y sus ojos, presos bajo un velo de arrepentimiento inútil, se pierden nuevamente en la negrura de la pared, en las sombras de la incertidumbre. Es Marta, tiene diecinueve años y está condenada a cien años de prisión.

Decidí entrevistarla porque su historia es el reflejo de nuestra propia decadencia. Me costó mirarla a los ojos, pues uno puede perderse en sus interminables llamas, en el lago negro de la infinita maldad generada por las circunstancias. Me preparé bien antes de la entrevista, sin sospechar que para lo que estaba a punto de hacer no existía preparación posible.

Ese día salí de mi casa a las siete de la mañana y en quince minutos estuve en el portón principal del Sistema Penitenciario Puerta de la Esperanza, «La Chácara», como la conoce el pueblo. Después de identificarme, el alguacil me condujo a una oficina donde hablaría con el alcaide, un exmilitar regordete que estaba a punto de retirarse. Los grados sobre una de sus descosidas charreteras y una foto con un general del ejército eran los únicos recuerdos de sus glorias pasadas. Había conversado con él por teléfono para coordinar la realización de la entrevista que iba a realizarle a Marta. Me dijo que solo tendría dos horas con ella y que después ya no podría volver. Fue directo y tosco, como era de esperarse. El alguacil me condujo por la calle de cien metros que une la zona de revisión con los pabellones de las celdas de mujeres. Mientras caminaba, pensé en lo difícil que debía ser estar por tantos años en un lugar tan hacinado y espantoso. Sentí pena por Marta y por los otros reclusos, pues no sabía en lo que me estaba metiendo. Como periodista, solo trato de hacer mi trabajo, pero algunas veces es imposible impedir que nuestros propios sentimientos y nuestras propias realidades se mezclen con la historia. Todos somos de carne y hueso, todos somos humanos y tenemos sentimientos. Bueno, casi todos, porque algunos, como Marta, no.

Llegué pronto a los pabellones de celdas y el alguacil me ordenó que esperara mientras él hablaba con las oficiales que estaban de guardia. Tuve que llenar una hoja de registro y dejar mi celular, mis llaves y mi faja en una cajita de madera. Solo me permitieron llevar mi pequeña grabadora digital y una revista que traía de regalo. El alguacil abrió una reja que daba a un pabellón sombrío, en cuyo centro corría un riachuelo de un líquido maloliente; orines, probablemente. «Pase. Ella está ahí, en la celda treinta y dos. Yo lo voy a esperar aquí. Tiene dos horas», me dijo, señalándose el reloj con su dedo índice.

Caminé por el pasillo, evitando pisar el riachuelo, y cuando llegué a la celda treinta y dos, la vi. Estaba sentada en la cama, con las manos esposadas, viendo hacia la pared. Frente a ella había una silla, puesta ahí para que yo me pudiera sentar. Del techo pendía en un alambre una bombilla vieja, de esas baratas de diez Watts que no iluminan muy bien.

«Hola, Marta. Soy Carlos Benavides, del Diario La Prensa. ¿Imagino que te informaron que iba a venir a entrevistarte?», le pregunté. No me contestó y siguió mirando fijamente a la pared. En la escuela de periodismo, algunos profesores nos enseñaron a respetar el silencio de nuestros entrevistados, pues, en sí, el silencio es una respuesta. Pero otros, los que se habían formado como reporteros en las calles, donde la vida es dura, nos enseñaron a moldear nuestras preguntas, nuestros tonos y a usar cualquier elemento para lograr nuestro objetivo. No voy a mentir, los periodistas no somos totalmente honestos. Hincamos e hincamos hasta obtener lo que queremos. «Me dijo el alcaide que te gusta leer. Te traje una revista como agradecimiento por acceder a realizar la entrevista», le dije, sabiendo que estaba cayendo en lo más bajo del periodismo: sobornar al entrevistado a cambio de sus palabras. «Es TV y Novelas, y creo que te va a gustar», continué. Sin embargo, mi propuesta captó su atención. Y eso fue un regocijo para mí, pues los minutos seguían corriendo.

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