II

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II

Santa Mónica no había cambiado demasiado; y aun así, se sentía diferente.

Caminar por tantos lugares conocidos me hizo sentir nostalgia. ¡Cuántas historias había vivido aquí!, y cuántas más ya no podría contar...

Caminé hasta que anocheció, había venido decidida a ver a mi familia y me había acobardado a medio camino. ¿Cómo lastimarlos de esta manera?, no sería justo.

Las luces de los juegos mecánicos se reflejaban hermosas sobre la superficie del mar. Caminé hasta la punta del muelle y dejé correr las horas hasta que estuvo silencioso.

Ahí estaba yo, disfrutando del sonido de las olas cuando el llanto me ganó y repetí la escena de mi habitación sólo que ahora me hacía falta la almohada.

Me sentía sola y confundida, tenía miedo por lo que me ocurriría y no sabía cómo haría para enfrentarlo. Después de todo a mí nadie me había preguntado si estaba lista para algo así.

Me incorporé y mis manos tomaron con fuerza la baranda que me separaba del agua, el viento soplaba con fuerza agitando mi cabello, en realidad no pensaba en nada en particular cuando sentí unos brazos alrededor de mi cuerpo y escuché una voz angustiada decir:

— ¡No saltes!

Sus brazos eran fuertes, mis manos intentaron liberarse de su abrazo pero fue inútil, era demasiado fuerte para mí. Me sentí angustiada, no había duda de que se trataba de un hombre y estando solos, no habría manera de pedir ayuda en caso de que quisiera dañarme.

—No importa lo que sea, seguro habrá una forma de solucionarlo. Sólo, no saltes —agregó.

— ¿Qué?— pregunté desconcertada, ¿de qué rayos estaba hablando? — ¿Podrías soltarme?, por favor.

Sus brazos se fueron separando de mí, pero aún podía escuchar su respiración sobre mi nuca. Giré sobre mis talones lentamente hasta que terminé de frente a él. A juzgar por su apariencia, podría decirse que él estaba en una peor situación que yo.

Su cabello era un desastre y la ropa que cubría su cuerpo lo hacía ver como un pordiosero, de no ser por la gran cantidad de anillos que llevaba, habría jurado que se trataba de un indigente.

— ¿Qué haces aquí?, ¿quién rayos eres?—cuestioné.

—Lo mismo podría preguntar yo —respondió—. Mi nombre es Christian, y vivo aquí —agregó señalando la casona de lo que parecía ser un restaurante.

— ¿Sueles abrazar a todos los visitantes o es sólo tu manera de hacer amigos?

—Te veías deprimida, pensé que te harías daño. No creí que sólo estuvieras disfrutando de la vista a esta hora de la madrugada.

— ¿Madrugada?

—Son las 2:30

Miré a mi alrededor, apenas podía escucharse el ruido de la ciudad.

— ¿Christian? —su nombre me recordaba a mi hermano.

—Así es —dijo.

—Yo soy Sienna, mucho gusto —dije alargando mi mano para estrechar la suya.

Lo vi dudar, creí que no quería estrechar mi mano así que estaba por retirarla cuando lo sentí asirla entre sus manos. Me pareció extraño que actuara así.

— ¿Quieres tomar algo? —preguntó invitándome a pasar a su "hogar".

Lo miré con recelo.

—Tienes razón —declaró sin que yo hubiera dicho algo—. No deberías estar a solas con un extraño en su propia casa, ¿puedo traerte algo de tomar? —insistió—, aunque sólo tengo jugo y soda. El alcohol no es bueno para mí —se sonrojó.

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