3. CICATRICES

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Tras el altercado con su madre, Adrien no quiso volver a salir de la habitación en lo que restaba de tarde; su padre había intentado hacerlo recapacitar, pero el vástago Agreste albergaba demasiado rencor en su corazón para actuar como si nada ocurriera.

Aquella mujer había sido quien le había dado la vida, sin embargo, también había sido la causante de su tormento.

Después de tratar ignorar los ruegos de su mentor y los murmullos de aquella hipócrita, acabó por perder la paciencia, saliendo del cuarto en un semblante contrariado y captando la mirada de los adultos.

— Cielo... — imploró la rubia en un amago de abrazarlo.

— Ni te atrevas a tocarme. — masculló el joven, apartándose con rapidez y marchando hacia el recibidor.

— ¿Adónde vas? — cuestionó Gabriel a sus espaldas.

— A dar una vuelta. — tomó su chaqueta, enfundándosela sin echar la vista hacia atrás.

— Adrien, por favor... — lloriqueó la fémina, no provocando más que indiferencia en el muchacho.

— Volveré antes de las diez. — advirtió a su mentor, sin girarse ni dirigirse a la rubia, cruzando la puerta y cerrándola de un golpe.

Su ira iba intensificándose por cada paso que daba, intentando mantener la mente en blanco al ser atacado por sus pensamientos, yendo hacia la calle con la cabeza hecha un embrollo.

La noche ya estaba cayendo cuando él comenzó a recorrer los rincones de la ciudad, intentando que sus miedos y dudas se desvanecieran al contemplar la gente que lo rodeaba y las luces de las farolas y negocios.

Se sentía devastado, como si entre toda aquella luminosidad de la capital, él fuera el portador de la oscuridad o, como él solía referirse a sí mismo; el portador de la destrucción.

Después de deambular sin rumbo fijo, fue a parar a un parque solitario, acercándose a uno de los columpios y sentándose en éste para mecerse con suavidad mientras sus gemas se perdían en el cielo parisino.

Se sentía frágil y vulnerable, como si en cualquier momento pudiera romperse en miles de pedazos. Al fin de cuentas, era humano, y no podía evitar que la tristeza se adueñara de su ser, sobre todo, cuando lo que causaba su congoja era la desilusión por la mujer que se suponía que tenía que ser su mayor apoyo.

El blondo cerró los ojos, buscando la paz y la serenidad en su interior, al mismo tiempo que una suave brisa alborotaba ligeramente sus mechones.

— ¿Adrien?

El susodicho se obligó a abrir los párpados con pesadez, ladeando la cabeza para encontrarse con la dueña de aquella dulce voz; sonriendo con bribonería al percatarse de quién se trataba.

— Hola, Morticia. — saludó con petulancia.

La joven se aferró a la tira de su bolsa, inflando los cachetes al mirarlo con el entrecejo fruncido.

— ¿Es que no podrías ser más amable? — soltó a regañadientes.

— Pero si te lo digo con mucho amor... Morti. — se mofó a la vez que se balanceaba en el columpio.

— Pues no me ames tanto... Adri.

La sonrisa del varón se ensanchó al atisbar un difuminado rubor en las mejillas de su compañera, haciendo que interrumpiera su mecimiento para incorporarse y quedar plantado frente a ella, capturando su mentón para admirarla al detalle.

— Eso es imposible, bichito. — el rostro de la azabache era todo un poema, tragando grueso al zambullirse en sus esmeraldas, viendo como él acechaba sus labios—. ¿Cómo puede Romeo no amar a su Julieta?

||+18|| ▪TURN ME ON ▪                  ➤ ADRINETTEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora