14. PENITENTE AGONÍA

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La rabia lo inundaba, así como el sentimiento de desasosiego y turbación lo arrastraban hasta las mismísimas tinieblas. Al evocar la imagen de su compañera a brazos de aquel guitarrista de gemas azuladas, el corazón del rubio se estrujaba dolorosamente, haciendo de su existencia una constante agonía.

Odiaba verla al lado del varón Couffaine; que otro que no fuera él gozara del privilegio de abrazarla o besarla y reclamarla como suya, aunque mismamente, lo que más detestaba era alejarla de su persona por sus burdos celos.

Sí, estaba celoso y eso no le hacía ni pizca de gracia. Si bien resultaba cierto que el principio para hallar una cura era ser consciente de la enfermedad, Adrien ya había avanzado parte del camino al admitir su delirio por la que era como una epidemia para él; y esa epidemia no era otra que la chica que respondía al nombre de Marinette Dupain-Cheng.

Tantos habían sido sus esfuerzos por no crear ningún vínculo con ninguna mujer que, sin verlo venir, había caído en la trampa que tanto se había esmerado por esquivar.

De todas maneras, ya lo había echado todo a perder con sus desplantes; si no lo odiaba por completo, poco faltaría después de su último encuentro.

La voz de su conciencia le dictaba que debía hablar con ella y abrirse de corazón; sin embargo, el recuerdo de su sufrimiento le instaba a dejar las cosas tal como estaban, esperando que el tiempo regresara todo a su sitio.

A primera hora de la mañana del lunes, el muchacho había salido antes de su hogar, llegando al aula cuando aún nadie se había presentado. Con los ánimos pendiendo de un hilo, se dirigió a su pupitre, repantigándose en la silla y hundiendo el rostro entre sus brazos encima de la mesa.

Cerró los ojos, intentando evadirse del mundo y de sus quebraderos de cabeza mientras que con el paso de los minutos se iba creando un murmullo de los alumnos que iban componiendo el aula al irrumpir en ésta.

Pese a ello, el rubio permaneció inmóvil en su posición; al menos, así fue hasta que la inconfundible voz de la azabache se filtró en su canal auditivo cuando ella conversaba con Alya.

Su timbre sonaba animado, escuchándose las risas despreocupadas de las dos féminas al mantener una amena conversación. Sin descubrir su cara, él sonrió al oír el dulce sonido de aquella doncella de personalidad indómita y mirada profunda como el mismo océano.

Pasados unos instantes, las palabras quedaron en un solemne silencio y las risas en un rastro oculto en su memoria. Adrien atendió al ruido producido por la silla contigua siendo arrastrada por el suelo y en como un peso ligero caía sobre la superficie de la mesa.

Sabía a la perfección que era lo que significaba aquello, descubriendo su expresión inescrutable al alzar el rostro y ver a su compañera de rasgos asiáticos a su lado; con la vista puesta en sus pertenencias en una actitud evasiva.

Hablar o no hablar. Reaccionar o amoldarse a ese distanciamiento que, según él, sería por el bien de ambos.

Su mente era una contradicción absoluta, sobre todo al escudriñar a esa joven de delicadas facciones que tanto había calado en su maltrecho corazón.

Con la ansiedad y la incertidumbre abordándolo, entrelazó sus manos y las apretó hasta que las desunió para convertirlas en dos puños; relajando la fuerza al exhalar y decidirse por romper el silencio que se había instalado entre ellos.

- Buenos días.- saludó en un tono recatado.

La euroasiática sacó su libro de la mochila, hojeándolo con seriedad y sin atisbo de misericordia al ignorar al adolescente.

« ¿Qué esperabas? ¿Una sonrisa y un beso? Menudo estúpido estás hecho. »

- ¿Aún no estáis en vuestro sitio? Haced el favor de tomar asiento.- vociferó el profesor al irrumpir en el aula e imponer respeto.

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