Esa noche, Emma despierta luego de estar horas inconsciente en la ducha. Le cuesta comprender cómo ha llegado a esa situación.
Está bastante golpeada y aturdida.
Las preguntas sin respuesta se acumulan en su mente. Ella quiere saber qué sucedió y qu...
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Me siento intranquila, mejor dicho, estoy absolutamente alterada. Mis ojos se mueven a una velocidad anormal y estoy concentrada solo en la calle. Respeto todas las señales de tránsito y conduzco con prudencia por el camino. Casi llegando a la ciudad, cuando los semáforos se hacen presente, noto que las luces verdes están de mi lado.
Tomo la diagonal principal y me dirijo hacia la comisaría. Me interno en lo que sería el casco central de la ciudad, un poco más tranquila. No obstante, algo me perturba y las náuseas juegan con mi estómago. Mi plan no era llegar tan lejos, estoy frustrada por no haber visto a algún patrullero; las cosas hubieran sido más sencillas. ¿Cómo es posible que no haya seguridad en los puestos de la autopista o policías haciendo rondas nocturnas?
La noche se cierne encima del coche y el rocío nocturno empaña los cristales delanteros. Prendo la calefacción para desempañarlos y poder ver mejor. Un nudo se forma en mi garganta y siento que me cuesta respirar: no es por el vaho caliente. Me duele querer entender lo que sucedió en mi casa; espero que a mi mamá no le haya sucedido nada grave. No sería justo para ella, es una buena mujer. ¿Por qué nos atacaron? El miedo vuelve a trepar por mi cuerpo y clava sus finas garras en cada una de mis terminales nerviosas. Se inserta en mi torrente sanguíneo, me envenena, me contamina.
Syria lo nota y se pone en alerta, preocupada por mí. Mis piernas comienzan a temblar y me veo incapaz a de seguir manejando, no puedo controlar los pedales. Angustiada, me obligo a estacionar en el sitio más cercano, a dos cuadras de la comisaría. Respiro hondo y trato de centrarme; me doy cuenta de que estoy siendo presa de un ataque de pánico y me veo incapaz de cortar el círculo. Los pensamientos negativos se arremolinan en mi mente y no los puedo detener. Tengo miedo. Mucho. Me pongo rígida y un sudor frío se desliza con lentitud por mi espalda. Pero también tengo calor. Noto que mi cara está pegajosa, como cuando transpiro por calor. Cierro mis manos en un puño y me clavo las uñas en las palmas. Trato de entrar en razón, pero es imposible. Todo está más allá de mí. Siento que la esperanza se esfuma y que no podremos salir de esta.
Una sirena medio lejana, medio cercana me trae devuelta a la realidad. No es de una patrulla de policía ni la de los bomberos o la de una ambulancia; suena extraña, pero a la vez familiar.
—Syria, quédate aquí —le ordeno, casi sin voz, y sin darle tiempo a reaccionar y que me pueda seguir tomo mi mochila y cierro la puerta con llave.
El frío me cubre, pero estoy tan helada que casi no siento la diferencia. Comienzo a correr en dirección a la comisaría. Estoy cerca.
Imagino que cuando vea a Gael —y todo se solucione— le diré que se quede a dormir en casa. Le pediré que me abrace fuerte y que se quede conmigo todo el tiempo que necesite. Quiero que me abrace y me contenga, que me recoja cuando me derrumbe, que me calme cuando grite, que me escuche en mis silencios. No quiero volver a sentir esta desesperación nunca más. Nunca. Quizá él me proponga que veamos una película o hacer una maratón de alguna serie, mientras comemos helado. Mucho helado. Sin embargo, antes, me quedaré con mamá. Esperaré a que ella se duerma y le daré la mano, la consolaré todo lo que necesite antes de salir a hurtadillas y reunirme con Gael en mi cuarto.