Capítulo XI, parte II

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El pequeño cenador de la mansión estaba ricamente decorado con pequeños platos de porcelana humeantes de té chino. Las cucharillas eran de plata bruñida, y tintineaban con extrema suavidad cada vez que Florence removía el líquido.

Habían pasado ya varios días desde la fiesta de los Salvin, pero aún tenía metido en la cabeza el encontronazo con Amanda y Adam. Decir que le molestaba era decir poco, más aún cuando apenas unas horas atrás se había publicado en el periódico que el flamante Adam Lambert había invertido millonariamente en la fundación de un nuevo diario.

Florence apretó los labios y se obligó a apartar la mirada de las letras impresas, aunque no consiguió que su mente se distrajera. Por el contrario, vislumbrar de nuevo el titular le había provocado una fuerte jaqueca y un mal humor considerable, que ni la paz del cenador era capaz de paliar.

Bebió del té a marchas forzadas, hasta que solo dejó los húmedos posos. Por último, reclinó el cuerpo hacia atrás, cerró los ojos y dejó que la brisa húmeda típica de Londres la acariciara.

El sueño, o lo que parecía uno de ellos, fue tomando poco a poco los erráticos pensamientos de Florence, que pronto olvidó el periódico. Su mente, cansada y rencorosa, retrocedió años en su memoria, hasta toparse con un recuerdo, o una fantasía, como decían sus padres, que siempre le era recurrente. Llevaba años soñando con ello, y jamás había averiguado por qué. No es que le preocupara especialmente, pero la agotaba esa malsana envidia que sentía crecer por la antigua duquesa.

La escena era siempre igual: Amanda y ella se encontraban en Goldenleaves, donde prácticamente se habían criado, en los columpios que el señor Martin había instalado para ellas. Hacía poco que habían estrenado el juguete, y ambas muchachas reían alborotadas cuando el aire les peinaba el cabello hacia atrás. Pero no estaban solas. Nunca lo estaban, en realidad. Si no era uno, era otro quien se ocupaba de las niñas.

Los ojos de la joven Florence se desviaron hacia las dos mujeres que charlaban en voz baja, a pocos metros de donde estaban, pero no reparó en el tema de su conversación. Por el contrario, su mirada se alejó unos metros más en dirección a la puerta de la casa, donde otra niña, rubia y de su misma edad, acababa de aparecer. Al principio creyó que Amanda se había bajado del columpio, pero cuando giró la cabeza en su dirección comprobó, confusa, que su mejor amiga seguía balanceándose envuelta en carcajadas.

Sintió un escalofrío recorrerle de abajo arriba, pero en contra de su repentino miedo irracional, su alter ego corrió hasta la muchacha y la entrelazó entre sus brazos. Después escuchó la llamada de la señorita Rosa, una española que trabajaba allí de institutriz, así que tiró de la niña rubia y regresó con Amanda.

Despertó con un grito aterrado cuya voz pertenecía al sueño y no reconocía, jadeante y temblorosa, con la mente embotada y vacía. Las manos, crispadas sobre la silla, estaban tensas y pálidas, así que, una vez reubicada en la realidad, se aseguró de tranquilizarse.

—Maldita Amanda —masculló, sabiendo que nadie la oía, mientras servía una nueva taza de té. El líquido aún humeaba ligeramente y su sabor, algo amargo, reavivó en Florence su habitual energía.

Odiaba despertarse con ese sueño aún flotando tan cerca de ella. Sabía que ese recuerdo era real, pues no podía ser de otro modo. ¿Cómo si no iba a ser algo tan nítido y recurrente? Así mismo se lo había explicado a un viejo amante estudioso de la mente humana, y este había coincidido con ella tanto dentro de las sábanas como fuera de ellas. Sin embargo no tardó en descubrir que toda su creencia era mentira. Preguntó a Amanda por la joven, presumiblemente su hermana, en un animado baile de máscaras. Había soñado con ellas esa misma noche, y decidida a ponerle punto y final a sus sospechas, se acercó a ella y la interrogó.

Amando lo imposible (Saga Imposibles III) COMPLETADonde viven las historias. Descúbrelo ahora