Capítulo XI

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Las horas pasaron con calma, envueltas en la bruma matinal que se extendía por el camino empedrado. El sol parecía no dignarse a salir de entre las nubes, a pesar de que entreveían sus rayos.

En la habitación donde se había refugiado Amanda hacía frío, pero ella no lo notaba. Estaba sentada en la silla acolchada que usaba para dormir a Brandon, que en esos momentos emitía suaves ronquidos al oído de su madre, y que ahora le servía de refugio. La arropaban, además, dos gruesas mantas de colores terrosos, toscas y ásperas al tacto, pero cálidas y pesadas. Sus manos acariciaban la tierna cabeza del pequeño, pero ni siquiera ese ritual le proporcionó un poco de sosiego.

La idea de la boda se había esfumado bruscamente de su cabeza, pero no así el cariño y el tesón que tanto tiempo le había dedicado a Adam. Ahora se sentía vacía y engañada, aunque era plenamente consciente de que un futuro así era posible. Lo sentía desde el primer día, pero de verdad había creído, durante aquellos largos meses, que la vida le daría una segunda oportunidad.

Era evidente que se había equivocado, y ahora temía encontrarse en un callejón sin salida.

Amanda tomó aire, se levantó cuando sintió que los brazos se le anquilosaban y dejó al pequeño en la cuna que había en un rincón de la habitación, llena de mantitas de suave lana. Acarició el rostro dormido del pequeño, hizo de tripas corazón y abrió la puerta. Se encontró con el silencio propio de los cementerios. El ambiente era lúgubre y triste, especialmente ahora que la chimenea se había apagado y que un hilillo de humo se había escapado del tiro de esta y había ennegrecido las cortinas. Ignoró como pudo este nuevo contratiempo y abrió un pequeño cofrecillo que escondía en el armarito de las copas. Dentro encontró un colgante de oro y zafiros, que pareció brillar en medio de aquella oscuridad, y que le recordó vagamente a Marcus.

Apretó los dientes, guardó las joyas en un pañuelo que escondió en su bolso de seda rosa y subió a su habitación a cambiarse. Aunque le costó, se decantó por uno de los vestidos que Adam la había comprado, y que encajaba perfectamente con su estado de ánimo: azul oscuro, con pequeñas flores estampadas en plata en el corpiño, sobrio y elegante. Después se peinó con el cepillo que nácar que le quedaba y tras contemplar sus pálidas mejillas en el espejo y encargar a Nora que cuidara a Brandon, salió hacia Ibstone.

El paseo fue revitalizante, pero no apartó los problemas de su cabeza. Tardó un buen rato en llegar hasta la calle principal de Ibstone, que ya se había despertado y puesto en marcha.

Amanda suspiró profundamente, ahogó sus penas con una falsa sonrisa de conformidad y se dirigió, sin más dilación, al joyero, cuyo establecimiento estaba vacío. Richard, el dueño, levantó la cabeza en cuanto sintió que la puerta se abría. Su sonrisa se amplió al reconocer a la antigua duquesa, e inmediatamente después dejó de hacer lo que estaba haciendo para prestarle toda su atención.

La venta se realizó sin mayores palabras. Ambos se pusieron de acuerdo con el precio, Amanda abandonó otro pedazo de sus recuerdos y recogió a cambio una cantidad casi miserable por ellos. Después abandonó el establecimiento y aguantó con estoicismo la pena que la embargaba. Su monedero ahora abultaba más en el bolso, pero no era suficiente para cubrir los gastos que la vida le había impuesto. Ya ni siquiera sus recuerdos merecían un buen precio, aunque supusieran una parte importante de su vida.

Sin poder evitarlo, rompió a llorar a pocos metros de la tienda. Ante las miradas sorprendidas de la gente, se tapó la cara con sus manos enguantadas y trató de contener la desazón que la embargaba, sin éxito.

—¿Amanda?

Una voz femenina hizo que la mujer se secara a toda prisa las lágrimas, aunque estas mojaran, de una manera muy poco elegante, el filo de sus mangas. Después parpadeó varias veces y centró la mirada en la fémina que se acercaba. No tardó en reconocerla: era Marquise, la prostituta a la que había echado de su casa. Hizo un gesto para que no dijera nada, pero ni siquiera se movió de allí para alejarse, airada. Estaba demasiado cansada.

Amando lo imposible (Saga Imposibles III) COMPLETADonde viven las historias. Descúbrelo ahora