Capítulo II, parte I

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Capítulo II

La llegada de Nora no pasó desapercibida. Cuando entró, dos pares de ojos se clavaron en ella: unos brillantes de alivio y los otros, repletos de curiosidad.

Se sintió incómoda casi de inmediato. ¿Cuánto hacía que nadie la miraba tan insistentemente? ¿Y con esa terrible franqueza? Sus recuerdos sobre algo similar se remontaban a años atrás, a la oscuridad de una habitación llena de humo y olor a sudor. A un lugar tétrico y sombrío que solo tenía cabida en sus pesadillas.

Nora se estremeció violentamente y palideció, como si hubiera visto un fantasma de su pasado. Cruzó la sala con rapidez, sin levantar la mirada de las copas ni de la mesa que había junto a la butaca. Observó de reojo a la pareja, abrazada tras ella y sintió un extraño cosquilleo que pronto se tornó en náuseas. ¿Por qué le ocurría eso otra vez? ¿Por qué, por el amor de Dios?

Desesperada, sirvió el vino en cada copa, a pesar de que sus manos temblaban con una violencia inusitada. Cuando terminó de hacerlo, retrocedió y miró a Amanda, como un cordero infeliz. Ella, sin embargo, no pareció notarlo.

— ¿Necesita algo más, señora? —preguntó, con un hilo de voz que no quería brotar, ni siquiera nacer en su garganta.

Fue Adam quien se movió primero: apartó a Amanda, que se levantó junto a él, sorprendida. Después sonrió a la mujer y cogió ambas copas. Una de ellas se la llevó a los labios y la otra, se la ofreció a la muchacha que, sorprendentemente, seguía paralizada frente a él.

— Una copa más, para tu señora —dijo Adam y, con un gesto, obligó a Nora a aceptar la copa.

Sus dedos se rozaron apenas un instante.

Fue un roce, una caricia leve como el aire, pero fue suficiente como para que ambos notaran algo removerse en ellos: Adam sonrió, peligrosamente. Ella... retrocedió acobardada y dejó caer la copa.

Esta se estrelló con brusquedad a los pies de ambos, llenando la escasa distancia de sus cuerpos con cristales y vino tinto. Como si fuera un aviso divino, una advertencia cruda y extraña.

— ¡Nora! —exclamó Amanda, disgustada—. ¿Se puede saber qué haces, niña?

— N-no sé qué ha pasado —contestó ella, atrapada en los apresurados latidos de su corazón y en la firme y férrea mirada de Adam. Sus ojos no parecían dejarla en paz porque, allá donde mirara, notaba su caricia—. Lo siento, señora... iré ahora mismo a por otra copa.

Amanda chasqueó la lengua, molesta y tras recogerse las faldas, se arrodilló en el suelo y empezó a coger cristales. A su espalda, Adam enarcó una ceja y se agachó también. Aprovechó el momento para observarla, una vez más: su pelo dorado, su rostro de ángel... sus manos, expertas y suaves. Pero, esta vez, no sintió la acostumbrada calidez ni excitación. Lo embargó la ternura, el cariño sincero de quienes habían compartida mil y una horas. Pero no encontró aventura, ni interés. De hecho, no obtuvo nada de lo que quería tener al pensar en ella.

Suspiró, apartó con cuidado las manos de Amanda de los cristales y se dio prisa en recogerlos todos.

— Tranquila, querida. Fue culpa mía. —Sonrió de medio lado y observó los brillantes cristales con pereza—. Parece que asusté a tu criada. ¿Siempre es así? ¿Tan... asustadiza?

— Es una larga historia, Adam —contestó Amanda, sin querer entrar en detalles. Se secó las manos con las blancas servilletas de la bandeja y suspiró, con la mirada clavada en la puerta—. Deberías probar el vino, es añejo. Fue uno de los últimos regalos de mi padre... si a la herencia se le puede llamar así.

Amando lo imposible (Saga Imposibles III) COMPLETADonde viven las historias. Descúbrelo ahora