Adam se quedó junto a la puerta de la cocina durante lo que le parecieron horas. Pero aunque el sol cambió de posición y las sombras se hicieron más alargadas, Nora no regresó y la angustia que coronaba su corazón se hizo más intensa.
Se había equivocado con esa mujer. Lo sentía más allá del alma y de la razón, pero era incapaz de detener la arrolladora necesidad que sentía de estar cerca de ella. A pesar de su tozudez, de su absurdo silencio... era la criatura más fascinante que había tenido la desgracia de conocer. Y aunque no la conocía —y no quería hacerlo después de lo que acababa de suceder—, no podía contener la necesidad abrumadora que tenía de cuidar de ella.
Maldijo por lo bajo su falta de tacto, y tras acomodarse la camisa y el chaleco, salió en su busca. Siguió la misma dirección que ella había tomado y cuando llegó a la línea de árboles que lindaba con el jardín trasero, se limitó a seguir la hierba pisoteada. Fuera donde fuera, no se había cuidado de borrar las huellas.
Caminó entre la maleza durante unos minutos, hasta que la encontró sentada en un tocón. Estaba temblando y sollozaba violentamente, presa de un miedo tan desolador como el que él había sentido al ver que no volvía.
—Nora...
La joven levantó la cabeza, aterrada, en cuanto escuchó su voz. Sin embargo esta vez no huyó, ni siquiera hizo amago de levantarse y marcharse. Se limitó a sollozar y a taparse la cara, enrojecida por las lágrimas, con las manos.
—¿Cómo hemos llegado a esto, muchacha? —murmuró Adam y después, cautelosamente, se acercó hasta quedar a su lado. Sintió de inmediato cómo se tensaba y temblaba, y eso pulsó una cuerda en su interior que le hizo suspirar y quedarse quieto, prácticamente inmóvil—. No te va a pasar nada aunque yo esté aquí. —Dudó un instante y después, se arriesgó a mirarla—. No te voy a forzar a hacer nada que no quieras, Nora. Sé que tu miedo es racional y perfectamente respetable, pero... no puedes vivir así, como un ratoncillo asustado.
—No soy un ratón —contestó ella de malos modos y levantó la cabeza para enfrentarse a él—. ¡Y no tengo miedo! Solo siento asco por todos los hombres que me miran, por todos los que desean abrirme de piernas. ¿Crees acaso que no sé diferenciarlos? ¿Qué soy tonta o estúpida? Todos dicen que no van a hacerme daño ¡y después despierto en un sucio callejón! —Sus palabras eran profundamente desoladoras y aunque llevaban tiempo hendidas en su alma, consiguió arrancarlas gracias a la ira que la embargaba—. No me va a pasar lo mismo contigo, sucio americano.
Adam notó el profundo tono de desesperación que teñía la voz de Nora. Sintió en cada palabra el dolor, el asco que sentía hacia él y hacia sí misma, y notó en cada respiración de la joven lo fuerte que era... y lo frágil que se sentía.
Y sin saber cómo, se vio levantándose y alejándose unos metros, solo para afianzar la confianza infusa de la distancia, solo para ganar un momento de ella, un segundo que apaciguara su alma herida.
—A mi hermana también la forzaron. —Se oyó decir, con una voz apagada y lejana que no reconocía como suya—. Tenía doce años... y toda una vida por delante. Por aquella época yo tenía dieciséis y me encargaba de sacar el estiércol del establo. Él... era un viejo amigo de mi madre, de esos que tratan de hacerte la vida más fácil. —Se detuvo, cerró los puños al rememorar la imagen que se le venía a la cabeza y se obligó a continuar, aunque los recuerdos eran demasiado crudos, demasiado horribles—. Ignoro si estaba borracho o no, pero lo hizo con tanta saña que la dejó catatónica. Estuvo dos semanas postrada en una cama, y después... murió. —Su voz se perdió un momento, porque el nudo que se le hizo en la garganta fue demasiado intenso para él—. Él también lo hizo. Bajo mis manos. —Levantó la cabeza para mirarla, con seriedad y después dejó escapar el aire que contenía—. No vuelvas a insultarme de ese modo, Nora. Porque es lo peor que puedes hacerme.
Nora escuchó el relato de Adam sumida en un absoluto silencio. Cada palabra que oía se hundía en su alma y encendía los rescoldos de un miedo que había tratado de esconder durante meses.
Y ahora, después de tanto tiempo reprimiendo sus sollozos, su pánico y su asco hacia sí misma llegaba él con sus palabras y sus actos, profundamente desagradables, y abría una brecha en su alma para que toda esa suciedad se diluyera bajo la lluvia, bajo unas gotas que amenazaban tormenta.
Le miró con la vergüenza pintando sus ojos verdes, pero tuvo la suficiente fuerza como para no dejar que el asco la silenciara de nuevo.
—Debiste matarla a ella también —graznó, brutalmente, con la voz oscura y negra, espoleada por los recuerdos que plagaban su memoria—. Yo se lo hubiera agradecido a cada uno de ellos. Pero ninguno era capaz de terminar lo que había empezado. ¡Ninguno tuvo los cojones de matarme! —gritó, con tanta fuerza que notó un latigazo de dolor en la garganta—. ¡Y se lo pedí! ¡Se lo supliqué! ¡A todos y cada uno de esos hijos de puta! ¡Pero no lo hicieron! ¡No lo hicieron! —Su voz se rompió en mil pedazos y Nora sollozó y se tapó la cara con las manos. Notó varios puntos dolorosos alrededor de su rostro, pero los ignoró, sabiendo que eran sus uñas las que se clavaban en la piel—. Y yo no puedo hacerlo, no me atrevo... Que Dios me perdone, pero no tengo el valor para acabar con esto.
Adam se estremeció con fuerza al escuchar a la joven. Sintió unas irrefrenables ganas de llorar, de compartir su desesperación con ella. Apoyado en el árbol que tenía a la espalda dejó que su cuerpo se deslizara hasta el suelo, y allí, en silencio, hundió la cabeza entre las rodillas. Apretó los dientes con fuerza, cerró los puños hasta que no pudo más y ahogó un gemido que pugnaba por abandonarle.
La tormenta llegó poco después e inundó el bosque con lágrimas de lluvia, que se sumaban a las que ellos dos derramaban. El cielo se oscureció hasta robar toda la luz que quedaba y les dejó allí, sumidos no solo en su propia oscuridad, sino también en una real e impenetrable.
Ninguno de los dos fue consciente de que el tiempo pasaba, pero cuando Adam sintió el mordisco helado del frío, levantó la cabeza y escudriñó a su alrededor. Contempló a Nora, absolutamente empapada, con la mirada perdida en el cielo que la mojaba, con las manos extendidas... esperando un final que no llegaba.
Y fue en ese momento cuando sintió que todo en él se rompía, cambiaba, se reconstruía dolorosamente en su pecho. Notó la presión en su garganta, el latigazo en el corazón. El absurdo cosquilleo que nacía en sus manos y se extendía por él, por su alma, por rincones que no sabía ni que existían... y de los que ahora, solo ahora, era consciente.
Por ella.
Solo por ella.
Dejó que los minutos pasaran mientras bebía de su imagen de ninfa, de diosa pagana y prohibida. Y aunque sabía que nunca podría aspirar siquiera a pensar en ella, se levantó, se acercó... y le tendió la mano.
Nora le miró con los ojos vacíos de lágrimas, pero llenos de sentimientos encontrados que la desgarraban por dentro. Y aunque le temía profundamente, y a pesar de que lo odiaba por todo lo que suponía en su vida, aceptó su gesto... y sostuvo su mano con suavidad, con delicadeza, como si ambos fueran cristales a punto de romperse.
—Esto no cambia nada —murmuró ella, bajo el profundo resonar de la lluvia y de los truenos.
—Lo sé —contestó él y estrechó sus dedos con delicadeza, con un placer doloroso a la par que dulce, que le estaba consumiendo por completo, pero del que no quería deshacerse—. ¿Me dejas acompañarte a casa?
Ella dudó, presa de su roce, de sus palabras, del propio miedo que la impulsaba a huir en dirección contraria. Pero estaba tan cansada de escapar, de llorar... de estremecerse cuando él aparecía... que esta vez decidió ser valiente. Afianzó sus dedos entre los suyos y después, asintió.
Y juntos, regresaron a casa.
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Amando lo imposible (Saga Imposibles III) COMPLETA
Ficção HistóricaCreyó que abandonar a su familia en pos del amor eterno le brindaría la felicidad que siempre había soñado. Sin embargo la vida es mucho más difícil de lo que Amanda Erbey, antigua duquesa de Berg, podría haber supuesto nunca. Ahora, tras el escánda...