Capítulo VIII, parte IX

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Adam se marchó después de la comida, tal y como había anunciado la noche anterior. Hizo las maletas, compartió la mañana con Amanda y Nora, y después se marchó, dejando el silencio del que habían disfrutado las dos mujeres días atrás, y que ahora se les antojaba raro y extraño.

Sin embargo, y pese a su ausencia, la vida continuaba... y las forzaba a sobrevivir. La rutina prefijada que tenían desde hacía meses las golpeó de nuevo con fuerza, y las advirtió con crudeza de que había cosas de las que no podían olvidarse.

En cuanto Adam salió temporalmente de sus vidas, ambas mujeres se dedicaron en cuerpo y alma al pequeño huerto del jardín trasero: quitaron las malas hierbas que trepaban a los escasos cultivos que estaban arraigando, regaron los esquejes, los protegieron con sacos de arpillera que habían cosido unos a otros. Incluso dispusieron unas telas viejas para proteger del viento a las delicadas plantas.

El esfuerzo fue tremendo... pero no fue el único. Con el señor Thomson postrado en cama por la artritis, Amanda y Nora tuvieron que asumir sus papeles: limpiaron el establo, alimentaron al viejo caballo y lucharon contra viento y marea para arreglar las goteras de la cocina. También fueron a por leña, la almacenaron a duras penas en un rincón de la cocina y, agotadas como estaban, se dedicaron a las labores que aún quedaban pendientes: remendaron sábanas y colchas, vestidos y pantalones. Lavaron las prendas viejas y sacudieron las mantas al escaso sol de mediodía.

Solo se detuvieron durante el almuerzo, que tomaron en el porche aprovechando los suaves rayos de sol típicos del inicio de la primavera. Y en ese pequeño descanso, mientras el ambiente se caldeaba lentamente, ambas se retiraron a la profundidad de sus pensamientos, a ese lugar íntimo y secreto en el que podían liberarse.

Quiso la casualidad que ambas mujeres pensaran en Adam, cada una a su manera y con un tono completamente dispar. Mientras Amanda pensaba en él con la melancolía propia de los amantes, Nora lo hizo con un respeto que surgía del fondo de su corazón. A pesar de las múltiples veces que se había instado a odiarlo, descubrió que tras la tormenta, tras la confesión a gritos en el bosque, y tras verle tan expuesto como había estado ella, su recelo había desaparecido casi por completo y había sido sustituido por una complicidad que él nunca descubriría... pues su relación nunca llegaría a más. Lo cual agradecía, por supuesto, pero tras su último encuentro no podía evitar pensar en qué hubiera pasado si las cosas fueran distintas. ¿Y si él hubiese estado en su vida desde el principio? ¿También habría disfrutado de la felicidad que Amanda tanto enardecía cuando hablaba del amor? ¿Se habría enamorado de él?

Sabría que nunca llegaría a descubrirlo, pues el tiempo no regresaba sobre sus propios pasos y nunca daba segundas oportunidades. Aun así, cuando la calma la visitaba entre tarea y tarea se descubrió imaginando que Adam volvía en busca de Amanda... y que ella tenía la posibilidad de admirarle, en silencio, desde la sombras de la habitación.

Adam también pensaba en ellas, pero de una manera mucho más perturbadora y oscura, pues iba a aderezada de alcohol, tabaco y de la inconmensurable fuerza de las dudas.

El encuentro con Nora en el bosque le había cambiado. Había retorcido sus principios, sus ideas, sus normas personales... todo, absolutamente todo. Y ahora, por mucho que se esforzara en encauzar las cosas en su sitio, era completamente incapaz de hacer nada a derechas.

Por eso se había marchado. Por eso había huido como un cobarde, porque por primera vez en años existía alguien que no se doblegaba ante él..., una criatura por la que él sí lo haría, si se lo pidiera. Y si no, pensó con amargura, lo haría de igual modo.

¿Era amor lo que sentía? ¿Obsesión? ¿Necesidad?

No tenía ni idea de qué le estremecía con tanta fuerza, pero fuera lo que fuera lo estaba consumiendo con una brutalidad arrolladora.

Amando lo imposible (Saga Imposibles III) COMPLETADonde viven las historias. Descúbrelo ahora