Capítulo VII, parte II

2.1K 318 11
                                    


¡Un baile, por el amor de Dios!

Hacía tanto tiempo que no era invitada a un encuentro social que ya oía los murmullos que su presencia provocaría. Estaba segura de que su presencia allí levantaría muchas ampollas, porque sabía a ciencia cierta, que no era bienvenida. Aun así... ¿quién tendría el poco decoro de decírselo a la cara? ¿Quién sería el valiente que se enfrentaría a Adam y a su dinero?

Sonrió para sí, terminó su trozo de bizcocho y se dedicó a degustar el té. Ignoraba a qué baile asistirían pero estaba segura de que allí encontraría a algún viejo conocido. ¿Y quién sabe quien podía guardarla cariño aún? Quizá aquella fiesta sirviera para estrechar lazos con antiguos parientes o conocidos. Puede que incluso encontrara a alguien que le debiera un favor.

La expectativa del encuentro disipó un tanto su malestar, e hizo que volviera a sonreír con ánimos renovados. Terminó de desayunar, subió a arreglarse rápidamente y bajó cuando escuchó a Lucille llamarla desde la cocina. Se encontraron minutos después junto a la puerta, donde la mujer había preparado una preciosa caja llena de comida casera: pastel de carne, pan de calabaza, deliciosos pastelillos y galletas, e incluso una botella de vino de la bodega. También se había tomado la molestia de parar un carruaje para que la llevara a casa.

Amanda aprovechó el transcurso del viaje hacia Goldeanleaves para dormir, pues apenas había descansado esa noche. Cuando llegó a las inmediaciones de Ibstone, un rato después se desperezó y esperó pacientemente a que el carruaje se detuviera a las puertas de su propiedad.

En cuanto llegó observó a Nora a través de las ventanas, con su hijo en brazos. Sintió de inmediato una oleada de paz que reverberó en todo su ser y que le provocó una sonrisa.

—¡Estoy de vuelta, Nora! —saludó con suavidad nada más abrir la puerta.

—¿Viene sola, señora? —preguntó Nora, mientras salía de la cocina apresuradamente.

—Sí, no te preocupes. Adam está en la ciudad y no regresará hasta la noche, posiblemente. ¿Qué tal ha ido todo? ¿Estáis bien los tres?

—Sí, señora. El pequeño Brandon ha comido bien y aunque le ha costado dormir sin usted lo consiguió a medianoche. Del señor Thomson no puedo decir lo mismo. Esta mañana tuve que ayudarlo a levantarse, pues tuvo uno de sus problemas de rodillas. Le he dejado en su habitación, con agua caliente. Más tarde subiré a darle unas friegas.

—Deberíamos llamar a un médico —musitó Amanda, aunque sintió que su corazón se encogía en cuanto dejaba ir las palabras—. No podemos dejar que esos achaques le dejen postrado en una cama. Sus hijos no me lo permitirían. —Entró en la cocina y cogió a Brandon, que protestó al sentirse elevado—. Hola, mi vida —susurró cariñosamente y frotó su nariz contra la de él hasta que estalló en dulces carcajadas.

—¿Quiere que haga llamar al de la última vez? Era muy económico y amable.

—Sí, en cuanto puedas. Yo me ocuparé de cocinar, no debes preocuparte. Para cuando llegues con el doctor, estará todo listo.

—Entonces me marcharé ahora mismo —concedió Nora y dejó el trapo con el que limpiaba sobre la mesa. Después se quitó la cofia que tapaba su pelo y dejó que las ondas pelirrojas que la caracterizaran cayeran sobre sus hombros. Se arregló el pelo como pudo y cogió un abrigo que colgaba junto a la entrada—. Volveré en cuanto pueda, señora.

—¡Ten cuidado! —advirtió ella desde la cocina. Escuchó el sonido que hacía la puerta al cerrarse y después, el suave silencio que acostumbraba a dominar en aquella casa.

Dejó a Brandon sobre la gruesa manta que Nora había extendido en el suelo y le contempló durante un minuto: el pequeño cada día se parecía más a su padre, lo que provocaba en ella una curiosa sensación entre placer y miedo.

—Ay, mi pequeño... cuánto me alegro de que no sepas en qué situación nos encontramos. Aunque viéndote a ti, todo parece merecer la pena —dijo, con ternura, a sabiendas de que el pequeño no entendía nada de lo que decía.

Decidió continuar con las tareas que Nora había dejado a medias, así que comprobó la comida de la alacena y se dispuso a preparar las conservas que guardarían para momentos menos propicios: confituras, mermeladas, bolsas de frutos secos, pescado en salazón envuelto en telas. Carne seca y algunos huesos que servirían para preparar algo de sopa. Se dedicó a la tarea con esmero y cuando terminó, pasadas dos horas, decidió llevarle algo de comer al señor Thomson.

Lo encontró metido en la cama, disfrutando del calor del brasero que compartían los tres y con el rostro macilento y contraído, fruto del dolor que le achacaba cuando el tiempo cambiaba. Incluso ahora, a las puertas de la primavera, sentía el frío hundirse en sus huesos.

Ambos charlaron distendidamente acerca de las noticias lejanas de la ciudad, de cómo el brote de cólera de la calle Broad iba disminuyendo. Hablaron también de Nora, de cómo su miedo a los hombres cada día la hacía más inaccesible al mundo, pues incluso él tenía problemas para acercarse a la joven en los últimos tiempos. Y por último, comentaron con delicadeza la situación económica que atravesaban. Ambos sabían que había pocas soluciones para semejante asunto, pero era más sencillo encontrar remedios cuando eran dos cabezas, y no una, las que pensaban.

Tras su charla, Amanda abandonó la habitación que ocupaba el hombre y, con Brandon apoyado en una de sus caderas, bajó al jardín trasero para dedicar parte de su tiempo al pequeño. Se sentó en una de las sillas blancas que había en el porche, abrigó al niño con una manta y cantó una cancioncilla de su niñez, que recordaba a duras penas, pero que tenía la necesidad de dejar ir.

Su voz, por supuesto, no era la de una gran dama de la ópera, ni siquiera se le parecía. Pero en cada palabra que brotaba de sus labios se sentía la ternura que desbordaba, la paciencia infinita con la que trataba a su retoño. En cada cálido matiz se discernía el amor, tan profundo e infinito que era imposible no verlo, no palparlo... no sentirlo.

Por eso, cuando Adam abrió la puerta que daba al jardín, y contempló la escena, sintió que su corazón se detenía por completo.

Lo que veía no podía ser cierto. 

Amando lo imposible (Saga Imposibles III) COMPLETADonde viven las historias. Descúbrelo ahora