CAPÍTULO DIEZ

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—¿Que ha pasado? —preguntó alguien a mi espalda. La energía que había estado utilizando había sido tanta que ya no fui capaz de controlarla, simplemente me abandonó dispersándose en el aire.

Ni siquiera fui capaz de girarme para ver quién me estaba hablando.

Mi cuerpo se fue a piso sin poder evitarlo. Utilicé tanta energía para romper la protección mágica de la academia que quedé exhausta y caí sumida en un abrupto sueño.


***


   —¡Les dije que esto pasaría! —vociferó Malverde. Su voz era inconfundible—. ¿Cómo esperaban que se tomara las cosas con calma si le hemos mentido toda la vida?

—Quilt, repara las rejas —ordenó mi tío mientras se escuchaban sus pasos al venir corriendo desde el edificio central hasta la entrada.

Los ojos me pesaban, no podía abrirlos, pero escuchaba con total claridad todo lo que estaba sucediendo a mí alrededor.

Los gritos de Malverde me habían despertado del letargo, pero aún me encontraba demasiado débil como para moverme por mi cuenta. Supongo que era ella y la maestra Cora quienes me estaban chequeando. Me costaba trabajo permanecer consciente. Mis pensamientos estaban pasando de la lucidez al completo negro sin que pudiese evitarlo.

—Está bien —dijo Cora—. Sólo se ha desmayado por el uso excesivo de energía —La maestra hizo una pausa y volvió a hablar—. No puedo ayudarla, no tiene daño físico, su deficiencia es energética.

—Daniel viene en camino —aseguró Noland hablando de más cerca, tal parece que había llegado hasta la entrada al coven.

—Ha roto las protecciones —informó Malverde.

Tras abrir un poco los ojos, pude ver como el maestro Quilt tocaba las rejas dobladas y estas comenzaban a levantarse y repararse con ayuda de su magia. Sabía que su talento era el de constructor, pero nunca lo había visto utilizarlo más que para una de las clases en donde como ejemplo rompió un jarrón de cerámica y luego lo recompuso frente a nuestros ojos. Si eso nos había dejado atónitos; ver la gran estructura de la entrada levantarse y volver a quedar como estaba antes de mi arrebato fue mil veces más impresionante.

—Estarás bien —susurró Malverde. Cora me miró preocupada, pero asintió ante las palabras de la anciana.

Cuando las rejas estuvieron completamente reparadas, mi tío le pidió al maestro Quilt que se alejara. El director se quedó unos momentos pensando y luego llamó a Cora.

—Las protecciones no están del todo muertas. Aclaró Noland. Ve si puedes hacer algo para sanarlas.

Cora asintió con un movimiento de cabeza y se fue hasta donde aún quedaban plantas trepadoras sobre el muro. Estas se pusieron inmediatamente más verdes y comenzaron a crecer cubriendo todo el espacio, enlazándose a las rejas de entrada, tal y como estaban antes de mi ataque de ira.

Cuando las enredaderas lograron pasar de un muro a otro sobre el arco que enmarcaba las rejas se extendió una cúpula de energía azulada que encapsuló la academia y que luego desapareció de la vista de todos volviéndose completamente invisible.

—Listo —aseguró la maestra Cora—. La protección está curada y funcional.

Increíblemente ahora me daba cuenta de lo importantes que eran cada uno de los talentos que poseían los profesores para mantener al coven resguardado. Todos ellos aportaban lo suyo a la academia.

El maestro Quilt era un excelente constructor, la señorita Cora era una sanadora, el maestro Daniel era un energizador y el profesor Armand se especializaba en los elementos: un elemental. Los únicos talentos que no conocía eran los de Malverde y el de mi tío Noland. Raro.

—Veo que ya no estás enfadada, Rosse —habló mi tío. El iris de sus ojos brillaba en un gris escarchado—. Somos mentalistas, Rosse. Podemos leer la mente.

—¿Ambos? —pensé.

—Ambos —agregó Malverde, y sus ojos también refulgieron en ese gris con destellos de brillantina.

—Descansa, Rosse —le oí decir a Malverde dentro de mi cabeza.

Luego de eso me dormí.


***


Soñé con una tierra árida. Seca. Un aire demasiado asfixiante para mi gusto.

Un hombre con túnica blanca caminaba a paso firme sobre la tierra estriada por el calor. Pequeñas ventiscas de polvo anaranjado nublaban la visión de vez en cuando, pero al hombre de blanco parecían no molestarle.

Seres grisáceos con la piel cubierta de lodo reseco deambulaban por la zona arrastrándose en cuatro patas. Parecían gigantescas lagartijas con el abdomen pegado al suelo.

—Perdona a mis hijos —habló un sujeto que yacía de pie más adelante. Lucía idéntico al primero. Era una réplica perfecta del caminante—. No hemos tenido dos soles en mucho tiempo. Ekaih volverá a salir y tendremos que volver a resguardarnos en las madrigueras.

—Lo sé, Meliber. Descuida —habló el primer hombre—. Tus hijos no me molestan. Sólo he venido para saber si mi encargo está listo.

—¿Cuándo te he fallado, hombre de poca fe?

El caminante se encogió de hombros.

—Siempre hay una primera vez —le respondió.

Meliber, el sujeto que imitaba al viajero entrecerró un poco los ojos, unas membranas rojizas cubrieron su visión por debajo de la piel, eran un poco transparentes, por lo que le dieron un aspecto leñoso a su mirada.

—Espero que con esto tu mundo se sane —agregó Meliber—. Y que no le ocurra lo que al nuestro.

El extraño puso cara de desagrado ante esas palabras, como si no estuviese de acuerdo con ello.

Meliber se puso a reír.

Tras extender sus manos hacia el frente, delgadas agujas negras comenzaron a manifestarse en el aire y a agolparse hasta formar una gruesa roca oscura sobre sus manos.

Meliber ofreció la roca al viajero. Y éste la tomó.        

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