Demian

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-¿Pero de dónde voy a sacarlo? ¡Por Dios, si no lo tengo!
-En tu casa hay dinero de sobra. Arréglatelas como puedas; así que mañana después
del colegio. Y te aseguro que si no me lo traes...
Me lanzó una mirada terrible, escupió otra vez y desapareció como una sombra.
No podía subir a casa. Mi vida estaba destrozada. Pensé escaparme para no volver
más o tirarme al río; pero no eran ideas claras. Me senté a oscuras en el último peldaño
de la escalera, me hice un ovillo y me entregué a mi desgracia. Allí me encontró llorando
Lina, cuando bajó a coger leña con una cesta.
Le pedí que no dijera nada y subí. En el perchero, junto a la puerta de cristal,
colgaban el sombrero de mi padre y la sombrilla de mi madre; el hogar y la ternura me
salían al encuentro en aquellos objetos, y mi corazón les saludó agradecido y suplicante,
como el hijo pródigo a las viejas estancias de la casa paterna. Pero todo aquello ya no
me pertenecía; era el mundo claro de los padres y yo me había hundido profunda y
culpablemente en el torrente desconocido. Me había enredado en la aventura y el
pecado, me amenazaba el enemigo, y me esperaban peligros, miedo y vergüenza. El
sombrero y la sombrilla, el viejo suelo de ladrillo, el gran cuadro sobre el armario del
pasillo, y desde el cuarto de estar la voz de mis hermanas mayores: todo aquello me
resultaba más querido, más delicado y valioso que nunca, pero ya no era un consuelo y
un bien seguro, sino un vivo reproche. Esto ya no era mío; yo no podía participar más
de su alegría y tranquilidad. Llevaba en las botas barro que no podía limpiar en el
felpudo, y traía conmigo sombras de las que el mundo del hogar nada sabía. Cuantos
secretos y temores había yo tenido, habían sido un juego y una broma comparado con lo
que traía hoy a estas habitaciones. El destino me perseguía; hacia mí se tendían unas
manos de las que mi madre no podía protegerme y de las que nada debía saber. Que mi
delito fuera hurto o mentira -¿no había jurado por Dios y mi salvación?- importaba poco.
Mi pecado no era esto o aquello; mi pecado era haber dado la mano al diablo. ¿Por qué
había ido con ellos? ¿Por qué había obedecido a Kromer en vez de a mi padre? ¿Por qué
había inventado la historia del robo? ¿Por qué me había vanagloriado de un delito como
si se tratara de una hazaña? Ahora el diablo me tenía agarrado por la mano; ahora el
enemigo me perseguía.
Por un momento no sentí miedo por el día siguiente sino la terrible certidumbre de
que mi camino iba cuesta abajo, hacia las tinieblas. Sentía claramente que a mi delito
seguirían forzosamente otros, que mi presencia ante mis hermanas, mi saludo y mis
besos a mis padres eran mentira porque yo llevaba en mí un destino y un secreto que
escondía ante ellos.
Durante un instante tuve un destello de confianza y esperanza al ver el sombrero de
mi padre. Podía decirle todo y aceptar su sentencia y su castigo; podía hacerle mi
confidente y mi salvador. Esto sólo significaría una penitencia, como lo había hecho
muchas veces, una hora difícil y amarga, un pedir perdón arrepentido y contrito.
¡Qué dulce me parecía aquello! ¡Cómo deseaba hacerlo! Pero era imposible. Sabía que
no lo haría. Sabía que ahora guardaba un secreto, una culpa que tenía que llevar yo
solo. Quizá me encontraba ahora en un momento crucial; quizás iba a pertenecer desde
ahora al mundo de los malos, a compartir secretos con los malvados, a depender de
ellos, a obedecerles y a convertirme en uno de ellos. Había jugado a ser hombre y héroe
y ahora tenía que soportar las consecuencias.
Me gustó que, al entrar, mi padre se fijara en mis zapatos mojados. Aquello distraería
su atención; así no se daría cuenta de lo peor y yo podía cargar con una reprimenda que
en secreto trasladaba a la otra culpa. Al mismo tiempo surgió en mí un extraño y nuevo
sentimiento lleno de espinas. ¡Me sentía superior a mi padre! Sentí durante un momento
cierto desprecio por su ignorancia; su reprensión por las botas mojadas me parecía
mezquina. «¡Si tú supieras!», pensaba yo como un criminal al que interrogan por un
panecillo robado, mientras él tiene asesinatos sobre su conciencia. Era un sentimiento
feo y repulsivo pero muy fuerte y con un profundo encanto y que me encadenaba con
fuerza a mi secreto y a mi culpa. Quizá, pensaba yo, Kromer ha ido ya a la policía y me
ha denunciado; los nubarrones empiezan a amontonarse sobre mi cabeza y aquí metratan como a un chiquillo.

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