beatrice

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Al terminar las vacaciones, salí para St sin haber vuelto a ver a mi amigo. Mis padres
me acompañaron, dejándome, con toda clase de cuidados, en una pensión internado
para colegiales regida por un profesor del Instituto. Se hubieran quedado helados de
espanto si hubieran sabido a qué cosas me exponían.
El problema seguía siendo si, con el tiempo, podría yo llegar a ser un buen hijo y un
ciudadano útil o si mi naturaleza me empujaría por otros caminos. Mi último intento de
ser feliz a la sombra del hogar y dentro del espíritu paterno había durado mucho; a
veces lo había conseguido, pero al final fracasé por completo.
El extraño vacío y la soledad que por primera vez sentí durante las vacaciones
después de la Confirmación -luego se me haría muy familiar este vacío, este aire
enrarecido- no desaparecieron tan deprisa. La despedida del hogar no me costó gran
esfuerzo; casi me avergoncé de no estar más triste. Mis hermanas lloraban sin motivo;
yo no podía. Estaba asombrado de mí mismo. Siempre había sido, en el fondo, un niño
sentimental y bueno. Ahora estaba completamente transformado. El mundo exterior me
era completamente indiferente, y, durante días, no hacía más que escucharme a mí
mismo y los torrentes misteriosos y oscuros que fluían dentro de mí. Había crecido
mucho en el último medio año y me asomaba al mundo como un muchacho largirucho,
delgado e inmaduro. La gracia del niño había desaparecido del todo; yo mismo sentía
que así no se me podía querer, y tampoco yo me quería nada a mí mismo. Muchas veces
echaba de menos a Max Demian; pero no pocas también le odiaba y le reprochaba el
empobrecimiento de mi vida, que soportaba como una fea enfermedad.
En el internado al principio no me querían ni estimaban. Primero me tomaron el pelo,
después se apartaron de mí, considerándome un cobarde y un solitario antipático. Me
volqué en mi papel, exagerándolo, y me encastillé en una soledad rencorosa que hacia
fuera tenía todas las apariencias de un desprecio muy viril del mundo mientras en el
fondo sucumbía a devoradores ataques de melancolía y desesperación. En las clases
pude ir tirando con los conocimientos acumulados en casa; mi curso estaba un poco
retrasado en comparación conmigo y me acostumbré a tratar a mis compañeros con
cierto desprecio, como si fueran niños.
Las cosas siguieron así un año y más; tampoco las primeras vacaciones en casa
trajeron nada nuevo; volví a marcharme contento al colegio.
Era a principios de noviembre. Yo había cogido la costumbre de dar cortos y
pensativos paseos, hiciese el tiempo que hiciese, en los que solía disfrutar de una
especie de placer, lleno de melancolía, de desprecio al mundo y a mí mismo. Una tarde
húmeda y nebulosa divagaba yo por los alrededores de la ciudad. Fi ancho paseo del
parque, completamente desierto, invitaba a pasear por él; el camino estaba cubierto de
hojas caídas, en las que yo hundía los pies con oscura voluptuosidad. Olía a humedad
amarga, y los árboles lejanos surgían de la niebla, fantasmagóricos, grandes y sombríos.
Al final del paseo me paré indeciso, con los ojos clavados en la hojarasca negra,
respirando con ansia el aroma mojado de descomposición y muerte, al que algo en mí
respondía y saludaba. Oh, qué insípida me resultaba la vida!
De uno de los caminos laterales salió alguien con capa flotante; yo quería seguir
andando, pero el recién llegado me llamó.
-¡Eh! ¡Sinclair!
Se acercó. Era Alfons Beck, el mayor del internado. A mí me resultaba simpático y no
tenía nada contra él, excepto que siempre me trataba, como a todos los más pequeños,
de una manera irónica y paternal. Todos le considerábamos como el más fuerte; decían
que tenía dominado al director del internado y era el héroe de muchas leyendas
escolares.
-¿Qué haces tú por aquí? -me gritó jovialmente, en el tono que adoptaban los
mayores cuando se dignaban hablar con nosotros-. ¡Apuesto a que estás haciendo
-Ni pensarlo -negué bruscamente.

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