Demian

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Ahora te vas a casa y no dices a nadie nada. Te has equivocado de camino,
¿comprendes? No somos cerdos como tú crees. Somos seres humanos. Creamos dioses
y luchamos con ellos; y ellos nos bendicen.
Seguimos caminando en silencio y nos separamos. Cuando llegué a casa era de día.
Lo mejor que me ofreció aquel tiempo en St. fueron las horas que pasé con Pistorius
junto al órgano o frente al fuego de la chimenea. Leímos juntos un texto griego sobre
Abraxas; él me leyó unos fragmentos de una traducción de los Vedas y me enseñó a
recitar la sagrada «Om». Sin embargo, no fueron estas sabidurías las que me
impulsaron hacia adelante, sino más bien todo lo contrario. Lo que me hacía bien era
avanzar en mi interior, la creciente confianza en mis propios sueños, pensamientos e
intuiciones; y también la conciencia creciente del poder que llevaba en mí mismo.
Con Pistorius me entendía en todos los sentidos. No necesitaba más que pensar
intensamente en él para que apareciera o me llegara un saludo suyo. Podía preguntarle
cualquier cosa como a Demian, sin necesidad de que estuviera delante: no necesitaba
más que imaginármelo y dirigirle mis preguntas en forma de intensos pensamientos.
Toda la fuerza psíquica vertida en la pregunta me
volvía convertida en respuesta. Pero no era la persona de Pistorius la que me
imaginaba ni la de Max Demian, sino el retrato soñado y dibujado por mí; era esta
imagen andrógina de mi demonio, mitad hombre, mitad mujer, a la que tenía que
invocar. Ahora no vivía ya solamente en mis sueños y sobre el papel, sino en mí como
una imagen ideal, como potenciación de mí mismo.
Mis relaciones con Knauer, el suicida frustrado, tomaron un matiz curioso y a veces
casi cómico. Desde aquella noche en la que yo le había sido enviado, iba detrás de mí
como un criado o un perro fiel, intentando unir su vida a la mía y siguiéndome
ciegamente. Acudía a mí con las preguntas y los deseos más raros; quería ver espíritus,
aprender la cábala; y no me quería creer cuando le aseguraba que yo no sabía nada de
esas cosas. Me creía capaz de todo. Era curioso que muchas veces viniera con sus
preguntas tontas y raras precisamente cuando yo mismo tenía algún problema que
resolver, y que sus caprichosas ocurrencias y preocupaciones me dieran a menudo la
clave y el impulso para solucionar las mías. Con frecuencia su presencia me molestaba,
y yo le ordenaba que se marchara con tono autoritario; pero al mismo tiempo sentía que
también él me había sido enviado, que también él me devolvía doblado lo que yo le
daba, que también él era como un guía o más bien un camino para mí. Los libros y
escritos absurdos que me traía y en los que él buscaba su salvación me enseñaron más
de lo que yo podía imaginar en aquel momento.
Más adelante Knauer desapareció de mi vida sin pena ni gloria. Con él no hubo
necesidad de explicaciones; pero con Pistorius, sí. Con Pistorius me sucedió algo muy
extraño al final de mi época de colegio en St. Tampoco los hombres bondadosos se
libran de entrar a lo largo de su vida una o varias veces en conflicto con las bellas
virtudes de la piedad y de la gratitud. Cada hombre tiene que dar una vez el paso que le
aleja de su padre, de su maestro; cada cual tiene que probar la dureza de la soledad,
aunque la mayoría de los hombres aguanta poco y acaba por claudicar. De mis padres y
de su mundo, el mundo «claro» de mi niñez, me había separado sin lucha; lenta y casi
imperceptiblemente me había alejado de ellos. Aquello me dolía, y durante las visitas a
casa me amargaba las horas; sin embargo, no llegaba hasta el corazón: se podía
soportar.
Pero en los casos en los que no ha sido la costumbre sino el más íntimo impulso el
que nos ha llevado a ofrecer amor y veneración, cuando hemos sido discípulos y amigos
de todo corazón, el momento de reconocer que la corriente dominante en nosotros se
aparta de la persona querida es amargo y terrible. Cada pensamiento que rechaza al
amigo y al maestro se vuelve con aguijón venenoso contra nuestro propio corazón; cada
golpe de defensa nos da en la propia cara. A quien creía actuar según una moral válida
se le aparecen las palabras «infidelidad» e «ingratitud» como vergonzosos reproches y
estigmas; el corazón aterrado huye temeroso a refugiarse en los amados valles de las
virtudes infantiles. Me costaba trabajo comprender que también esta ruptura ha de ser
llevada a cabo, que también hay que cortar este lazo.

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