Demian

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entonces; como alguien tenía que cederle el sitio, fui yo quien lo hizo porque mi
voluntad estaba decidida a aprovechar inmediatamente la ocasión.
-Sí -dije-, a mí también me produjo una sensación muy extraña aquello. Desde el
momento en que empezamos a interesarnos el uno por el otro te fuiste acercando a mí
cada vez más. Pero, ¿cómo sucedió? Al principio no conseguiste sentarte a mi lado;
durante algún tiempo ocupaste el banco delante del mío. ¿Cómo sucedió aquello?
-De la manera siguiente: yo mismo no sabía con exactitud a dónde quería
trasladarme. Sabía únicamente que quería estar sentado más atrás. Me lo dictaba mi
deseo de acercarme a ti pero no lo sabía conscientemente. Al mismo tiempo, tu voluntad
también actuaba tirando de mí, ayudándome. Hasta que no estuve sentado delante de ti
no me di cuenta de que mi deseo estaba realizado solamente en parte; me di cuenta de
que lo que deseaba era estar junto a ti.
-Pero entonces no entró ningún alumno nuevo en nuestra clase.
-No, pero yo hice simplemente lo que me apetecía y me sente por las buenas a tu
lado. El chico con el que cambié de Sitio sólo se extrañó y me dejó hacer. El cura notó
una vez que allí se había producido un cambio; en general cada vez que tiene que
dirigirse a mí, algo le inquieta oscuramente: sabe muy bien que me llamo Demian y que
yo, con un apellido empezando con la letra D, no debo estar detrás, entre la 5. Pero eso
no llega a su conciencia porque mi voluntad se lo impide y porque yo le pongo
obstáculos. El buen hombre se da cuenta de que hay algo que no funciona, me mira y
empieza a devanarse los sesos. Pero tengo un remedio muy sencillo. Siempre le miro
fijamente a los ojos. La mayoría de la gente no lo resiste. Todos se ponen muy
inquietos. Cuando quieras conseguir algo de alguien, le miras inesperadamente a los
ojos con firmeza; si ves que no se intranquiliza, puedes renunciar a tu deseo:
no vas a conseguir nada de él. Yo no conozco más que una persona con la que me
falle el sistema.
-¿Quién? -pregunté rápidamente.
Me miró con los ojos levemente guiñados, como cuando pensaba intensamente.
Luego los apartó y no dio ninguna respuesta. A pesar de la curiosidad tan fuerte que
sentía, no pude repetir la pregunta.
Creo, sin embargo, que se refería a su madre. Parecía vivir con ella en una confianza
total. Sin embargo, nunca me hablaba de ella, ni me llevaba a su casa. Yo apenas la
conocía.
En aquella época intenté algunas veces imitarle y concentrar mi voluntad sobre un
deseo con toda intensidad para conseguirlo. Eran deseos que me parecían bastante
apremiantes. Pero no lograba nada. Nunca me atreví a hablar de ello con Demian. Lo
que yo deseaba no hubiera podido confesárselo; y él tampoco preguntaba.
Mi fe religiosa había sufrido entretanto bastante deterioro; sin embargo, mis
pensamientos, influenciados por Demian, se diferenciaban de aquellos de mis
compañeros que habían llegado al escepticismo total. Había unos cuantos que
ocasionalmente dejaban caer frases sobre lo ridículo e indigno que era creer aún en Dios
y en historietas tales como la Santísima Trinidad y la Inmaculada Concepción, y que
opinaban que era una vergüenza seguir contando todavía semejantes patrañas. Yo no
pensaba así en absoluto. Aun en los casos de duda, conocía a través de las experiencias
de mi niñez la realidad de una vida piadosa como la que llevaban mis padres, y sabía
que no era indigna ni falsa. Es más: seguía sintiendo el mayor respeto por lo religioso.
Pero Demian me había acostumbrado a considerar e interpretar los relatos y dogmas
religiosos con más libertad y personalidad, con más fantasía; por lo menos yo seguía
siempre con agrado las interpretaciones que él me proponía, aunque muchas me
parecieran demasiado extremistas, como la historia de Caín. Una vez, sin embargo, llegó
a asustarme durante la clase de religión con una teoría aún más atrevida. El profesor
había hablado del Gólgota. El relato bíblico de la Pasión y Muerte del Salvador me había
impresionado mucho ya desde niño; cuando mi padre nos leía en Viernes Santo la
historia de la Pasión, yo vivía profundamente emocionado en ese mundo dolorosamente
hermoso de Getsemani y del Gólgota, pálido y fantasmal pero tremendamente vivo.
Cuando escuchaba La Pasión según San Mateo, de Bach, el sombrío y poderoso fulgor
del dolor que irradiaba aquel mundo misterioso me inundaba con estremecimientos

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