Demian

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mi sueño. Sentía el deber de seguir ciegamente sus imperativos, aunque me costaba
mucho esfuerzo y me revelaba a diario contra ellos «¿Quizás estoy loco? -pensaba muy
a menudo-, ¿quizá no soy como los demás hombres?» Sin embargo, era capaz de hacer
todo lo que hacían los demás. Con un poco de aplicación y trabajo podía leer a Platón,
resolver problemas de trigonometría o seguir un análisis químico. Pero había una cosa
de la que no era capaz: arrancar la meta vital que se ocultaba oscuramente en mi
interior y plasmarla ante mis ojos, como lo hacían todos aquellos que sabían
perfectamente que iban a ser profesor o juez, médico o artista, cuánto tardarían en
llegar y qué ventajas tendrían. Yo no podía. Quizá también llegaría yo un día a algo;
pero ¿cómo iba a saberlo? Quizá tuviese que buscar y buscar durante años, sin llegar a
nada, sin alcanzar ninguna meta. Quizá llegase a una meta, pero a una meta horrible,
peligrosa y mala. Yo sólo intentaba vivir lo que pugnaba por salir de mí mismo; ¿por qué
resultaba tan difícil?
Muchas veces intenté pintar la poderosa imagen amorosa de mi sueño, pero nunca lo
conseguí. De haberlo logrado, se la hubiera enviado a Demian. ¿Dónde estaba? No lo
sabía. Sólo sabía que estaba unido a mí. ¿Cuándo volvería a verle?
La paz amable de las semanas y meses bajo la influencia de Beatrice se había
esfumado. Entonces creí que había encontrado una isla y una paz. Así solía sucederme:
cuando una situación me resultaba agradable, cuando un sueño me hacía bien,
empezaba a secarse y a perder su fuerza. Era inútil añorarlos. Ahora vivía en un fuego
de deseos insatisfechos y en una tensa espera que a veces me volvían loco por
completo. La imagen de la amada de mis sueños surgía a menudo ante mis ojos con
diáfana claridad, más viva que mi propia mano. Yo le hablaba, lloraba ante ella,
renegaba de ella. La llamaba madre y me arrodillaba entre lágrimas; la llamaba amada y
presentía su beso, que todo lo colmaba; la llamaba demonio y prostituta, vampiro y
asesino. Me inspiraba los sueños más tiernos y las más salvajes obscenidades; para ella
nada era demasiado bueno o demasiado agradable, demasiado malo o demasiado bajo.
Pasé todo aquel invierno sacudido por una tormenta interior, difícil de describir.
Estaba acostumbrado a la soledad; no me molestaba. Vivía con Demian, con el gavilán,
con la imagen de mi sueño que era mi destino y mi amada. Aquello me bastaba para
vivir, porque estaba dirigido hacia la grandeza y la lejanía y me conducía a Abraxas.
Pero ninguno de estos sueños, ninguno de mis pensamientos me obedecía; no podía
hacerles surgir o darles color cuando yo quería. Ellos venían y me asaltaban; me
dominaban y determinaban mi vida.
Hacia fuera estaba protegido. No tenía miedo de los hombres; y mis compañeros, que
lo habían descubierto ya, me mostraban un secreto respeto que me hacía sonreír. Si me
lo proponía, podía poner al descubierto los pensamientos de la mayoría de ellos,
dejándoles en algunas ocasiones admirados; pero me lo proponía muy pocas veces, casi
nunca. Estaba siempre muy preocupado conmigo mismo. Deseaba desesperadamente
vivir de una vez algo de la vida, dar algo de mi persona al mundo, entrar en relación y
lucha con él. A veces, cuando caminaba por las calles al anochecer y no podía regresar a
casa hasta media noche, creía que en aquellos momentos encontraría a mi amada, que
aparecería tras la próxima esquina, que me llamaría desde la próxima ventana. Todo
esto solía parecerme angustioso e insoportable y pensaba que algún día acabaría
quitándome la vida.
En aquella época encontré un extraño refugio. Por «casualidad», como suele decirse.
Pero esas casualidades no existen. Cuando alguien necesita algo con mucha urgencia y
lo encuentra, no es la casualidad la que se lo proporciona, sino él mismo. El propio
deseo y la propia necesidad conducen a ello.
En mis paseos por la ciudad había oído una o dos veces música de órgano en una
pequeña iglesia de las afueras, pero nunca me había detenido a escucharla. Al volver a
pasar por allí, me paré a oír aquella música y reconocí que era de Bach. Me acerqué a la
puerta, que encontré cerrada; y como la calleja estaba casi desierta, me senté en un
poyo junto a la iglesia, me subí el cuello del abrigo y me puse a escuchar. El órgano no
era grande pero sonaba bien y alguien tocaba de una manera muy especial, con una
expresión muy personal de voluntad e insistencia que sonaba como una oración. Tuve la
sensación de que quien tocaba sabía que la música guardaba un tesoro y se esforzaba,

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