Estoy en medio del gran vestíbulo del Museo Metropolitano de Arte de Nueva York, frente al ala egipcia, exactamente a un metro del lugar donde vomité el día de mi décimo cumpleaños. Pero esta vez no hay riñoneras, ni se oye el chirriar de las zapatillas de deporte contra el lustroso suelo. Esta vez, a mis pies, no hay un charco de color rosa recién vomitado (helado de fresa, para más información) salpicado de trocitos de cereales («Solo porque es tu cumpleaños», había dicho papá por primera y última vez). En esta ocasión lo que hay es un vestido de pedrería de seis kilos idéntico al que llevó Beyoncé en la entrega de los premios Grammy. Esta noche las luces brillan con intensidad y la gente está hablando en susurros y mirando en mi dirección. Esta noche, por alguna razón, soy alguien importante. Bebo champán y me paseo por las salas admirando las obras de arte. Y es ahí donde me encuentra Liam, en la sección de los Impresionistas, delante de las bailarinas de Degas.
-Yo también sé bailar.
Me rodea la cintura y la temperatura de mi cuerpo sube al instante.
-Demuéstramelo —digo.
No necesito desviar la mirada del cuadro para notar sus ojos en mí, para saber que está sonriendo. Tengo grabados en mi cerebro todos los rasgos de su rostro, todos sus gestos. Vivo con el miedo constante de olvidarle.
Me coge del brazo, me da una vuelta y cierro los ojos. Cuando los abro estamos en el jardín de la azotea, bailando. Los arbustos están cubiertos de lucecitas centelleantes.
-Estás muy guapo con esmoquin —susurro cerca de su cuello.
-Gracias. Es el que llevó Beyoncé en los Grammy —dice muy serio, y ambos estallamos en carcajadas.
Sin darme tiempo a recuperar el aliento, Liam me abraza con más fuerza y me besa, inclinándome tanto hacia atrás que pierdo el equilibrio y la cabeza. Hasta hoy ignoraba que un mareo pudiera ser agradable.
-Te he echado de menos —dice entonces, y me da otra vuelta.
El repartidor del Joe's Pizza de la 110 aparece en la azotea con gesto impaciente.
-¿Tienes hambre? —me pregunta Liam—. He pedido algo de comer.
Pero dentro de la caja no hay una pizza, sino una galleta Oreo gigante, cortada en ocho porciones como si fuera una tarta. Cogemos un pedazo cada uno. Nada más llevármelo a la boca vislumbro un brillo travieso en los ojos de color grisazulado de Max, que con un gesto rápido me estampa su galleta en la mejilla. ¡Paf! Inmediatamente le lanzo yo la mía.
Corremos por las galerías, agazapándonos detrás de estatuas romanas y esquivando a mecenas indignados, mientras nos arrojamos puñados de tarta Oreo. En ese momento veo que un guardia de seguridad del museo se acerca a nosotros a paso ligero. Cuando lo observo con detenimiento me doy cuenta de que es mi profesor de Ciencias de secundaria. Un tipo que siempre me cayó mal. Corremos más deprisa.
Cuando finalmente llego al patio de la tumba de Perneb, me detengo y me vuelvo hacia Max. Ambos estamos cubiertos de galleta. Las joyas de la exposición de indumentaria europea adornan mis brazos y mi cuello y Liam lleva un yelmo en la cabeza. Parecemos una pareja de reyes que han perdido el juicio. Seguro que el país que gobernáramos se sublevaría contra nosotros.
Liam dice algo pero no puedo oírlo a través del yelmo. Levanta la visera, dejando ver unas mejillas acaloradas.
-Tiempo muerto —repite.
Nos tumbamos en el patio de la tumba y escuchamos la música sinfónica y el murmullo de las conversaciones que continúan fuera. Sobre nuestras cabezas, donde debería estar el techo del Met, hay un cielo estrellado.
-¿Sabías que cuando los reyes egipcios fallecían se hacían enterrar con sus seres queridos? —le digo.
—Creo que solo enterraban a los criados, para que pudieran servirles en el más allá —me corrige Liam, siempre tan sabelotodo.
—Si yo me muriera, haría que te enterraran conmigo. —Ruedo sobre el costado para mirarle.
—¡Muchas gracias! —exclama—. Es, con mucho, lo más espeluznante que me has dicho nunca.
Un resoplido débil retumba contra los muros de piedra y me percato de que hay un jabalí africano tendido junto a Liam, mirándolo afectuosamente.
—¿Quién es? —pregunto.
—Agnes. —Señala a la cerda con la cabeza—. Ha estado siguiéndome desde el ala de Oceanía. Creo que se ha enamorado de mí.
-Pues ya estás poniéndote en la cola, Agnes —le espeto descansando la cabeza en el pecho de Liam y aspirando hondo. Como siempre, huele a jabón de la ropa con un ligero aroma de madera. Los latidos de su corazón me arrullan.
-No te duermas —me suplica—. No hemos tenido suficiente tiempo.
Pero no estoy de acuerdo. Esta noche ha sido perfecta, no podría desear nada más. —Nos vemos pronto —digo, rezando para no dormirme hasta oírle decir a él esas
mismas palabras.
Es nuestra frase, una costumbre casi supersticiosa, para asegurarnos de que volveremos a encontrarnos.
—Nos vemos pronto —responde al fin con un suspiro.
Los párpados se me cierran despacio, mientras escucho a Agnes resoplando suavemente en mi oído.
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Dreamology
Teen FictionAlice ha soñado con Liam durante toda su vida. Juntos han viajado por todo el mundo y se han enamorado profunda e irremediablemente. Liam es el chico de sus sueños, y solo de sus sueños... Pero el día en que lo conoce en realidad se da cuenta de que...