Capitulo 11 "Fetal"

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Me despierto al notar un peso muerto arrimado contra mi espalda por encima del edredón, y deduzco que es Jerry, que por lo visto cree que pertenecemos a la camada de cachorros más peculiar de la ciudad. Tengo las rodillas pegadas al pecho y estoy agarrándolas casi con desesperación. El sol se cuela por la ventana de mi dormitorio, inundándolo todo de una luz angelical.

El pasado otoño, un día excepcionalmente templado, mi padre me preguntó si quería acompañarlo a ver un partido de fútbol en Columbia. A él no le entusiasman los deportes en general, pero el fútbol le gusta más que el resto y jugaba uno de sus estudiantes. Por desgracia, ese estudiante sufrió una fuerte embestida que le hizo dar una vuelta en el aire y aterrizar sobre el hombro. El público al completo guardó silencio mientras el entrenador y los árbitros corrían a socorrer al jugador, que estaba hecho un ovillo en el suelo, con las piernas pegadas al pecho en tanto que se cogía el hombro con la mano contraria.

Mientras lo sacaban del campo, mi padre me contó en voz baja que en momentos de trauma o estrés extremos, los seres humanos de todas las edades recurrimos a la posición fetal porque es una manera instintiva de proteger todos nuestros órganos vitales y porque nos recuerda al lugar más seguro donde todos empezamos, el útero. Cuando asentí con la cabeza para indicarle que había entendido la explicación, añadió:

—Y por si alguna vez este dato resulta crucial para tu seguridad, también has de saber que es la mejor postura para sobrevivir al ataque de un oso.

Tendida ahora bajo el edredón en una postura que solo puede describirse como enteramente fetal, me doy cuenta de que mi padre tenía razón. Efectivamente, parece que así es más llevadero ese dolor que empezó a recorrerme por dentro nada más abrir los ojos. Porque aunque el Liam Onírico siempre esté aquí, el Liam Real me ha roto el corazón.

Pero, si es así, ¿por qué sigue apareciendo en nuestros sueños? ¿Cómo puede jugar conmigo entre bloques de espuma y recordarme todo aquello que adoro de él, para luego arrebatármelo?

—Decídete de una vez, Liam—digo en voz alta.

—¿Rata? —suena inopinadamente la voz de mi padre, queda y crepitante. —¿Papá? —pregunto—. ¿Dónde estás?

—Si puedes oírme, rata —continúa como si estuviera todavía a un millón de kilómetros de aquí—, busca el teléfono rectangular que parece que fue comprado para un despacho de abogados de los años noventa.

«¿Estoy todavía soñando?», pienso mientras me pongo de pie en la cama y paseo la mirada por la habitación hasta que mis ojos aterrizan en un teléfono beige, con un millón de líneas y lucecitas, que descansa sobre una mesita en un recodo, un engendro en medio de las lámparas chinas y los almohadones de seda.

Descuelgo con cautela.

—¿Diga?

—¡Lo has encontrado! —exclama mi padre en un tono ahora fuerte y claro, y demasiado jovial para estas horas de la mañana—. ¿No te parece ingenioso? Creo que tu abuela lo compró cuando nos marchamos.

—¿Qué es exactamente? —pregunto frotándome los ojos y escudriñando el aparato

—. Y ahora en serio, ¿dónde estás?

Mi padre suelta una carcajada.

—En la cocina. Y esto es un interfono. Te permite llamar dentro de la casa de una

planta a otra. Mucho mejor que gritar por la escalera. ¿A que mola?

—Mucho —digo cansinamente—. ¿Querías algo más?

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